Hace
unos días me tocó hacerme una mamografía. Afortunadamente no
tenía ningún síntoma alrmante, pero las autoridades sanitarias, que se preocupan por cuidar mi salud y
la del resto de los ciudadanos, me lo aconsejaron. Lo llaman medicina preventiva y a la larga dicen
que resulta más rentable que esperar a que enfermemos para empezar a invertir
en nuestra recuperación. El caso es que el sistema informático debió chivarles que ya iba tocándome pasar por el cribado. Automáticamente me enviaron una carta
para informarme al respecto y luego me telefonearon para citarme. Todo muy rápido, la verdad. Aproveché la
llamada para avisar de que no estoy lo que se dice muy dotada. Solo una vez en mi
vida me he sometido a este tipo de prueba, precisamente porque mi anatomía no colabora.
Vamos, que no hay suficiente teta que aplastar. De hecho, tras aquel intento
fallido, casi que me aboné a la ecografía como método para descartar males
mayores.
Bien,
pues a pesar de que les advertí de este subdesarrollo mamario, la mujer que
estaba al otro lado de la línea debió pensar que exageraba y, tras una
risita pícara que sonó a “Me tenía que tocar a mí la acomplejada de la mañana”,
me citó para la prueba. Me chocó que me preguntara antes si tenía alguna
prótesis. A ver, si tuviera unos implantes de silicona no me quejaría de estar
plana. Pero bueno. El protocolo es el protocolo y supongo que la encargada de
contactar con las pacientes sigue órdenes y debe ajustarse a un patrón. De vez
en cuando se echa en falta que haya menos autómatas en este tipo de puestos que
sirven de enlace entre médico y paciente.
Curiosamente
el día que me presenté a la prueba, el técnico en radiodiagnóstico me volvió a
preguntar lo mismo que la persona que me citó.
-“¿Alguna
mamografía en los últimos dos años?”.
-“No,
solo una en mi vida hace muchos años y con dificultad, porque tengo poco pecho”.
-“¿Implantes?”.
Era evidente que el caballero aún no había levantado la vista de esos papeles
en los que escribía sus notas, si no se habría ahorrado la pregunta. De todos
modos, yo muy educada le respondí.
-“Pues
no, como ya le he dicho no tengo apenas pecho y lo notará en cuando quiera
hacer esta prueba”.
Ahí
ya no le quedó más remedio que mirarme y lo hizo como diciendo: “No sabe usted
con quien está hablando, soy el número 1 de mi promoción en lo de conseguir las mejores placas
de las mamas, así que no dude de mi fiabilidad”. Pero no lo verbalizó. Es más,
eludió hacer ningún comentario al respecto y pasó inmediatamente a darme las
indicaciones para proceder. Era evidente que no entendió que yo trataba de
quitarle hierro a ese trance -al menos para mí- algo embarazoso.
Descúbrase
de cintura para arriba, recójase el pelo, colóquese ligeramente escorada… Y yo, obediente, fui siguiendo las órdenes
hasta llegar al momento crítico, ese en que intentas situar la mini-masa que
es tu mini-teta sobre una especie de plataforma de metacrilato para que otra
plancha similar la presione por arriba hasta hacer un bocadillo de glándula, en
mi caso de pezón, porque casi no quedaba carne que pudiera salir en la foto.
El
señor técnico se plantó unos guantes para manipular mi pecho tratando de
ayudarme de la manera más aséptica posible en el difícil proceso de colocación.
En ese momento me dio por pensar en su trabajo y cómo le afectaría en su vida
privada. Todo el puñetero día tocando tetas. Supuse que al llegar a casa le
quedarían pocas ganas de seguir con lo mismo. Es como el pastelero que termina
aborreciendo el dulce o el fisioterapeuta que acaba por la noche tirado en el
sofá después de una larga jornada de liberar contracturas y teme ese momento en
el que a su pareja se le antoje un masajito en los pies.
El
pobre sudaba. Cuando ya parecía que había logrado capturar todo el mondongo sobre
la bandeja, apretaba más el emparedado de pecho y salía disparado hacia su
pantalla para captar la imagen de RX. “No respires” me decía, como si cuando a
una le están aplastando una teta fuera capaz de hacer otra cosa que no sea
pensar en la santa madre del capullo que te está ayudando a ver las estrellas.
Pasamos
al seno izquierdo y de nuevo la misma operación. Toma mi pecho en sus manos como si fuera plastilina y lo estira en múltiples
direcciones para ver si es posible capturar la mama en todo su esplendor, pero de
nuevo nos enfrentamos a demasiadas dificultades. “Sitúese más a la izquierda. No,
a la derecha. Gírese. Póngase recta. Mire arriba. Suba la barbilla. No se gire
tanto. No levante tanto…”. Y mientras, mi pobre busto molido, mi infinita
paciencia a la baja y mi sentido del humor, que era generoso cuando crucé la
puerta de la cabina, reduciéndose al mínimo.
“A
ver, señora”. Esa fue la gota que colmó el vaso. Ahí definitivamente la cagó. ¿Señora?
–pensé-. ¡Me ha llamado señora! Es lo que me faltaba. “Por favor, no me llames
señora”, le espeté con toda la mala leche que había ido acumulando.
Ahí
la conexión entre el técnico de radiodiagnóstico y la paciente, a la
sazón yo misma, terminó por enfriarse del todo y ya apenas si intercambiamos más palabras. Las justas
para pedirme repetir la teta derecha dado que, por lo visto -o por lo no visto-, no habíamos logrado el
objetivo esperado en el primer intento.
Al
final, para cubrirse las espaldas, mi pobre torturador dejó caer que quizá podrían
llamarme para hacer una ecografía si con las imágenes que había conseguido no era
suficiente. Después, un frío aviso: “En unas semanas recibirá los resultados en su casa.
Si no, vaya a su médico de atención primaria”. Y siempre el usted. Con lo bien
que me habría venido a mí un tuteo y una palabra de ánimo en medio de esa
situación tan ridícula.
El programa de detección precoz del cáncer de mama a partir de los 50 parece la mejor medida para aumentar las
posibilidades de detectar un posible tumor en fases tempranas y aplicar un tratamiento más eficaz y menos invasivo para esta patología.
Pero personalmente creo que le falta a este enfoque una cierta personalización.
No vale con saber que la paciente ha llegado a la edad crítica y someterla a
una batería de preguntas comunes sobre si ya se ha hecho la prueba con
anterioridad o si lleva prótesis mamarias. No está de más conocer las
particularidades de cada paciente, escuchar sus inquietudes, si -como es mi
caso- tiene un micropecho incompatible con la correcta y efectiva
realización de una mamografía, y luego decidir si está o no indicada la prueba.
Que conste que es voluntaria. Si la paciente en edad de riesgo se niega, no se
la hace y punto. Imagino que marcarán en su historial esa negativa y si en el
futuro, por la mala suerte, la naturaleza o la simple vida, decide brotarle un
cáncer, la administración sanitaria podrá decir que hizo todo lo que estuvo en
su mano.
Que conste que no
quiero sonar exagerada. La mamografía
es una prueba molesta pero soportable. Dura escasos minutos (a no ser que las
tengas enanas como yo, que entonces se eterniza), pero lo importantes es que a
partir de cierta edad te curas en salud. Cuando le contaba a unas amigas esta ‘experiencia
religiosa’ divagaba sobre cómo era posible que en pleno siglo XXI, con lo que
hemos avanzado, siendo capaces de inventar coches que aparcan solos, construir
casas con impresoras 3D o interactuar con la inteligencia artificial, no exista
una manera menos latosa que comprimir el pecho para detectar lesiones en el
tejido o cualquier anomalía. Una de ellas me dijo que sí existía; un TAC podía ser
igual o más efectivo que una mamografía, pero era demasiado caro, además de
conllevar una radiación extra, riesgo que apenas existe en las mamografías
tradicionales y que es nulo en la ecografía, que es una exploración por
ultrasonidos más cómoda, barata y que, en mi caso, hasta ahora había sido igual
de útil, ligeramente menos vergonzosa e infinitamente menos dolorosa.
En
este punto me vienen a la cabeza nombre de mujeres que saben lo que es padecer
un cáncer de mama. Y entonces se me olvida el rato incómodo que pasé, el color
rojizo de mi escote después de la prueba y hasta el “señora” con el que me
castigó el controlador del mamógrafo, ese diabólico aparato con el que esta nadadora siempre ha mantenido una compleja relación.
Pues si te cuento mi experiencia con la misma prueba... (sí, a los hombres también se la hacen, o eso creía), te comprendo.
ResponderEliminarPD: yo también prefiero una ecografía ;-)
Me encantaría escuchar tu experiencia. Sí, había oído lo de los tíos. Imagino que si conmigo el técnico sudaba, con pacientes hombres ya ni te digo... Bss.
EliminarTenemos unas cervezas pendientes para charlar de temas varios... you know
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