Seguramente
ya habréis visto y oído el rapapolvo que el presidente de la República
Francesa, Emmanuel
Macron, le soltó a un chavalín que estaba entre el público al final del acto de conmemoración de la Resistencia francesa frente al nazismo. Imagino que por hacer la gracia y llamar la atención, el chico tarareó unos compases de La Internacional cuando pasaba el presidente y luego, en un exceso de confianza, como si le conociera de toda la vida, se dirigió a él con un “¿Qué tal, Manu?”. A lo que el mandatario, algo
molesto, le espetó: "A mí me llamas
señor presidente de la República o señor. Estás en una ceremonia oficial, así
que te comportas como debe ser. Puedes hacer el imbécil pero hoy hay que
cantar La Marsellesa y el Canto de los Partisanos. Y haces
las cosas en orden. El día que quieras hacer la revolución aprende primero a
tener un diploma y a alimentarte por ti mismo, ¿de acuerdo? Entonces ya podrás
ir a dar lecciones a los demás”. Después de este chorreo en público y ante
las cámaras, el adolescente agachó las orejas y respondió mucho más dócil: “Sí, señor presidente”.
Se
nota que Macron no tiene hijos adolescentes y no está acostumbrado a que se le
suban a la chepa. Quizá le viniera bien pasar una temporada con los míos. Lo digo porque ese mismo día, a kilómetros de distancia, en
mi propio hogar, mi hija adolescente llamaba a su padre “pichón” después de que
él hubiera cuestionado la viabilidad de uno de los múltiples planes que la
criatura tenía en mente. No me imagino a mí misma con quince años llamando a mi
padre pichón ni, por supuesto, cuestionando cualquiera de sus decisiones.
En
el mundo adolescente, en una sola generación, se ha pasado de
tratar de usted a padres, profesores y adultos en general, a tutear y utilizar el "tío" con todo bicho
viviente, independientemente de que sea el mismísimo presidente del Gobierno o,
como es el caso, de la República.
Existe
un debate constante sobre la manera en que educamos a nuestros hijos. Los
mismos que recibimos una educación más o menos recta, marcada por la
disciplina, el respeto y la cultura del esfuerzo, andamos ahora desubicados.
Tenemos la sensación de estar poniendo en práctica el modelo de crianza que
sirvió con nosotros, pero suavizado en algunos aspectos, porque aspirábamos a
ser más enrollados que nuestros padres. Y el resultado es este. Pensábamos que
la familia debía vivir en democracia y la realidad es que el sistema que mejor
funciona con este grupo humano es la dictadura, a no ser que quieras que termine
imperando la anarquía en el núcleo familiar. Les hemos dado la mano y nos han
amputado hasta los pies; les hemos dejado elegir el plato y ahora imponen todo
el menú. Deseábamos que nuestros hijos nos vieran como colegas y nos
equivocábamos en el planteamiento. El secreto para que todo funcione con
precisión radica en que nos vean como lo que somos, sus padres. Marcar las
distancias, demostrar quién tiene la autoridad y establecer límites claros. Así
las madres nos evitaríamos tener que escuchar frases como “Joder, tía, es que
no haces más que fastidiarme” y los osados angelitos no padecerían la subsiguiente requisa
del móvil por perder la perspectiva de con quién estaban tratando.
En
la enseñanza ocurre lo mismo. Aunque hoy agradezcamos que haya desaparecido de
los centros escolares esa figura antipática y casposa del Don Maestro Maltratador, a veces se echa en falta algo de la
disciplina que reinaba en las aulas y el respeto que se les guardaba a los
docentes. Si supierais a los desafíos adolescentes que se enfrentan cada día
los profesores de instituto, os quedabais muertos. Escenas inconcebibles hace
30 años. Ni con la amenaza del parte o la expulsión se consigue amilanar a los
descontrolados que boicotean las clases por sistema. Algo lógico si pensamos que muchos de los padres de esos
bandarras disculpan el mal comportamiento de sus hijos y consideran una afrenta
personal el escarmiento impuesto por los docentes. Antes si un profesor te
castigaba, te ibas preparando para lo que te esperaba al llegar a casa en cuanto tus padres conocieran la noticia. Ahora los progenitores van a pedir
explicaciones al director por el desproporcionado castigo o directamente cambian
al chaval de centro, para evitar “la perniciosa influencia de las malas
compañías”.
Pero
si incluso cuando te topas con algún imberbe haciendo el
cafre en lugares públicos y censuras su actitud, te hace frente y te acojonas. Eso si no le va con
el cuento a sus padres y te ves de repente obligado a escuchar amenazas porque
“no eres quién para reprender al chaval”. Flaco favor hacen esos adultos a unos
críos que crecerán pensando que pueden hacer lo que les salga de las pelotas, cuando
lo que en realidad les convendría es una colleja de sus padres por haberles
puesto en ese brete.
No
estoy diciendo que debamos volver al pasado y obligar a los menores a tratar de
usted a los mayores, ni recurrir a los azotes con el cinturón como correctivo
para los más díscolos. Basta con establecer algunas líneas rojas que ellos entiendan
que nunca se deben traspasar. Basta con un NO mayúsculo. Basta con hablarles
clarito, como hizo Macron, para que lo comprendan. Aunque, naturalmente, eso
supone también imprimir a fuego esos mismos valores a sus padres, una
complicada empresa porque, como el aprendizaje de un idioma, cuanto mayor eres,
más te cuesta asimilar conceptos, sobre todo si implican ceder. Por cierto, parece que el protagonista
involuntario del episodio no sale de casa porque en su instituto todo el
mundo se burla de él. A lo mejor ha aprendido no una, sino dos lecciones. Ay la hormona, la adolescencia, la impulsividad, el actuar sin pensar… Menos mal
que ese estado de imbecilidad suele ser pasajero y, bien gestionado, se corrige con el
tiempo.
Termino
con lo que publicó en su cuenta de Twitter el portavoz del Elíseo, BrunoRoger-Petit, a cuenta de la bronca de Macron y que resume prefectamente la
valiosa moraleja que podemos extraer de este caso: “La politesse, première des
vertus du futur citoyen en société”. O lo que es lo mismo: “La educación, primera de las virtudes del futuro
ciudadano en la sociedad”.
Muy
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