Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

domingo, 2 de marzo de 2025

A la mierda la diplomacia

Las reuniones de mandatarios al más alto nivel tienen sus tiras y aflojas, mucho más si el tema a tratar es delicado. Pero los trapos sucios se ventilan en privado, en la intimidad de un despacho sin cámaras. Luego, en la rueda de prensa posterior, se explica a los medios de comunicación el resultado de la negociación de manera diplomática, sin hacerse sangre, como marca el orden mundial.

Por eso a la mayoría nos impresiona tanto el espectáculo que ofrecían recientemente Donald Trump y J.D.Vance frente a Volodímir Zelensky delante de los periodistas en pleno despacho oval. Lo que iba a ser un encuentro para negociar sobre las llamadas tierras raras de Ucrania terminó con reproches, acusaciones y malos modos contra el presidente del país invadido por Rusia, sin importarles que hubiera testigos. Quizá precisamente por eso, porque el hecho iba a trascender, se vinieron tan arriba, para escenificar quien manda y cómo se van a hacer las cosas a partir de ahora.


Con ese simple episodio, el presidente y el vicepresidente de los EEUU mandaron a la mierda siglos de diplomacia y protocolo. Vamos a ir teniendo que asumir que es lo que podemos esperar del nuevo mandato Trump. Las reglas del juego que han marcado las relaciones internacionales durante siglos no van con él. Ha venido a desestabilizar y eso pasa por romper reglas establecidas y hacer lo que le apetezca o se le ocurra.

Un ejemplo es el propio comentario con el que recibió al presidente Zelenski en su llegada a la Casa Blanca. "Te veo bien, te has arreglado hoy", le soltó, para añadir mirando a los periodistas: "Se ha vestido para la ocasión". Dirigirle un comentario sobre su atuendo a otro mandatario, más cuando viene de un país en guerra, no parece lo más apropiado ni lo más ajustado al protocolo. Pero a Trump se la suda.

Por si no fuera suficiente humillación, un periodista de la corte ‘trumpista’ decidió que era buena idea preguntarle a Zelenski delante de todo el mundo sobre su indumentaria. "¿Por qué no lleva traje? Está al más alto nivel, en la oficina de este país y rechaza llevar un traje. ¿Tiene un traje?", remarcaba Brian Glenn, de la cadena ultraderechista 'Real America's Voice'.

"¿Algún problema?", le replicaba el ucraniano, a lo que el agitador le respondía: "Muchos estadounidenses tienen problemas con que usted no respete el Despacho Oval”. El presidente ucraniano zanjó la cuestión asegurando "Llevaré un traje cuando acabe esta guerra, quizá uno como el suyo, quizá algo mejor, no lo sé, ya veremos. Quizá algo más barato, gracias".

He intentado encontrar algún momento en el que este periodista interrogara sobre su modo de vestir al magnate Elon Musk, a quien ha puesto al frente del nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental y que se pasea por el despacho oval no precisamente con traje, sino con camiseta y gorra.

Junto con esa nueva estirpe de políticos, que vienen a conquistar el mundo saltándose reglas del juego, normas de convivencias, diplomacia, cortesía y mínima educación, están los que se hacen llamar periodistas pero son más bien activistas agitadores que presumen de lo mismo. Hablan el lenguaje tabernario de las redes sociales, se alimentan del público rabioso que las frecuenta, difunden bulos que luego no desmienten y se distinguen de los verdaderos periodistas en que son más impertinentes, tendenciosos y solo disparan en una dirección. Quizá me equivoque, pero no recuerdo que Vito Quiles haya acosado a Carlos Mazón para preguntarle sobre el 'Ventorrillo' el día de las riadas. En cambio, nos tiene aburridos de reventar ruedas de prensa en el Congreso y perseguir por la carrera de San Jerónimo a líderes políticos de la izquierda como si fuera un reportero de agencia del corazón o del programa irreverente y desenfadado Caiga Quien Caiga.

El periodista político también se rige por unos códigos de conducta. Más allá de hacer preguntas atinadas, interroga en todas las direcciones para cumplir con su obligación deontológica de ofrecer una información veraz, aportando contexto y todos los puntos de vista, sin perder nunca la compostura. Tiene mucho más mérito hacer que sea el entrevistado quien se ponga en evidencia ante una pregunta inteligente que darle la escusa de escapar espantado por una provocación manifiesta.

La semana pasada, la Asociación de Periodistas Parlamentarios (APP) convocaba una concentración a las puertas del Congreso de los Diputados para defender su trabajo frente a los comportamientos ‘cansinos’ de Vito Quiles o Bertrand Ndongo. La gota que ha colmado el vaso tiene que ver con este último. El activista político de Vox, que también juega a ‘informador’, compartió en sus redes un video de una periodista de La Sexta con la frase "Quédense con su cara, es una sinvergüenza sin escrúpulos". En la imagen se la escuchaba pedir a su cámara que no grabara las preguntas de Vito Quiles en el Congreso.

No es el primer encontronazo del periodismo ‘serio’ con este nuevo ‘seudoperiodismo’ activista, pero este señalamiento ha traspasado todos los límites. La APP argumentaba que estos agitadores "se presentan como víctimas de un acoso generalizado cuando son ellas las que provocan, insultan, amenazan a periodistas y publican sus fotografías en las redes sociales, y no respetan en el Congreso las normas deontológicas y democráticas que desde siempre aceptan todas las y los periodistas”. Actúan lo mismo que la mano que les da de comer, esos que desde los despachos mandan a la mierda la diplomacia esperando provocar con ello el desorden mundial.

martes, 4 de febrero de 2025

Cuando el diminutivo no suaviza el golpe

Hace unas semanas fui a mi médica de familia para consultarle sobre unos chasquidos que suenan en mi columna cuando me doblo y un dolor lumbar que me despierta en medio de la noche y va desapareciendo al levantarme y reanudar la actividad física. Nada más describirle los síntomas, sin necesidad de hacerme prueba alguna ni recomendar ningún análisis, emitió un diagnóstico claro y contundente: “Estás viejita”, me dijo.


En aquel momento pensé que, si lo que pretendía empleando el diminutivo era suavizar el golpe, no lo había conseguido. Y caí en la cuenta de todas las veces que usamos diminutivos para restarle importancia a una situación. Para engañarnos o engañar sobre la gravedad de algo. Pensando que así somos más diplomáticos y vamos a resultar menos impertinentes. Pero ya os digo que nada de esto funciona.

Si a un chaval que mide 1,50 le dices que es ‘bajito’ le va a fastidiar lo mismo que si le llamas enano. Si a una chica con sobrepeso le dices que está un poco ‘gordita’, ten por seguro que la vas a hundir en la miseria igual que si la calificaras de ballena. Denominar ‘arruguitas’ a los pliegues de la piel o ‘barriguita’ a un vientre prominente de cualquiera que no seas tú es un atrevimiento innecesario que a ti no te va a reportar nada más que la antipatía de la diana de tus comentarios y a ella le va a hacer pasar un mal rato. De modo que deberíamos evitar juzgar o verbalizar nuestras opiniones sobre el físico de los demás, sea o no con diminutivos.

Hay otros muchos ejemplos de ‘ito-ita’ que empleamos de manera habitual para normalizar hábitos poco saludables, aunque la realidad es tozuda. Puede que cuando vamos a tomar unas ‘cañitas’ o un ‘vinito’, no queramos pensar en que estamos enchufándole tóxicos a nuestro organismo. Pedir unas ‘patatitas’ de aperitivo o un ‘heladito’ de postre no enmascarará los efectos negativos para la salud de estos productos como alimentos procesados. Podremos darle unas caladas a un ‘porrito’, pero el diminutivo no borrará el hecho de que estamos consumiendo droga. Como el ‘piquito’ de Luis Rubiales a Jennifer Hermoso fue un beso no consentido, por mucho que él siga pensando que no tuvo ninguna importancia.

viernes, 27 de diciembre de 2024

Adiós al alma del colegio Los Jarales

Un cáncer fulminante se ha llevado en dos meses a la primera figura de autoridad que conocieron mis hijos, por encima de sus propios progenitores. Se llamaba Roberto Arevalillo y era el conserje del colegio público Los Jarales de Las Rozas. Este buen hombre desempeñó un papel fundamental entre los 3 y los 12 años de vida de mis retoños y de todos los niños y niñas que han pasado por este centro en sus más de tres décadas de existencia.

Al poco tiempo de escolarizarles en Los Jarales, no recuerdo muy bien cuál de los dos chavales llegó a casa hablando del “director del colegio”. A su padre y a mí nos extrañó, porque creíamos que era una mujer la que dirigía el centro. Poco después entendimos que, para ellos, quien mandaba era Roberto. Él era quien les miraba las manos antes de entrar en el comedor para comprobar que estaban limpias y “no había ni virus ni bacterias”. Curiosamente, cuando había más jaleo y poco espacio donde sentarse, Roberto realizaba un examen de manos más concienzudo en la fila de espera y enviaba con mayor frecuencia a los escolares a lavarse mejor.



No he conocido a nadie con tanta capacidad memorística como para aprenderse el nombre y los dos primeros apellidos de todos y cada uno de los alumnos que han jugado en esos patios y bajado al trote esas escaleras.

Con una sonrisa permanente en la boca, Roberto era locuaz, ingenioso y siempre encontraba la palabra precisa en el momento adecuado. Cuando les mandaba hacer algo a los críos, no sonaba a ultimátum, pero la orden iba revestida con tal carga de autoridad, que la acataban sin rechistar.

Antes de que aterrizara el bilingüismo en el colegio, él ya había instaurado el ‘spanglish’ y como DJ no tenía precio. Mítica era su selección musical por megafonía y sus llamadas al “comedore”.

La Asociación de Padres y Madres del Colegio tenía un chollo con él. Nunca dejó de colaborar y echar una mano en cualquier cosa que necesitáramos. Allí estaba, al pie del cañón, a la hora de decorar el colegio para las fiestas de extraescolares e incluso atendiendo la barra de las bebidas. Le recuerdo siempre vestido con un polo de manga corta. Porque no le vi nunca con un abrigo, ni en lo más crudo del invierno. Como mucho, una chaqueta.

Para Roberto, las familias de los Jarales éramos sus familias, los niños eran sus sobrinos y el colegio era su casa. Nunca mejor dicho. Allí seguía viviendo con su mujer Merche, crió a su hija Mirella y malcriaba a su nieta Maia, mientras se acercaba el momento de la jubilación que no ha llegado a disfrutar. Nos ha dejado a los 61 años sin poder ir a darle un abrazo de despedida. Sé que hay intención de rendirle tributo en el recinto escolar donde pasó toda su vida. Algo así como un homenaje alegre a una persona alegre. Es lo mínimo que se merecía alguien que ha dejado tanta huella en tantas personas. Cuando llegó la noticia a nuestros móviles por WhatsApp, mi hijo solo fue capaz de preguntar “¿Pero es verdad?”. Lamentablemente, sí.

martes, 17 de diciembre de 2024

El acompañante del enfermo en un hospital, ¿ventaja o molestia?

He frecuentado pocos hospitales, por suerte. Como usuaria, solo dos veces y por motivos felices, dar a luz. Como acompañante, sobre todo ha sido por ingresos de mis padres. La última vez que he pisado uno ha sido por la convalecencia de mi suegra tras una intervención. El tiempo que me ha tocado pasar con ella ha sido muy inferior al que le han dedicado sus hijos, pero me ha bastado para plantearme qué pasaría si familiares o amigos no pudieran permanecer al lado de los pacientes durante el tiempo que están ingresados.

Siempre había pensado que el que hace el favor de acompañar a un enfermo molesta a los sanitarios que se encargan de tratarle. Sin embargo, después de esta experiencia y de los episodios que he presenciado yo misma o que me han relatado quienes los han vivido en primera persona, me he convencido de que es al contrario. Un paciente acompañado es un premio gordo.

Tanto es así que uno accede a un hospital como simple acompañante de un paciente y sale preparado para que le convaliden un módulo sociosanitario, con la cantidad de labores que termina aprendiendo a realizar, bien porque dan por hecho que las va a querer hacer o bien porque, si espera que las haga alguien del personal justo cuando lo necesita, puede esperar sentado.

En estos días de estancia hospitalaria, no han sido ni una ni dos las llamadas al control de planta para trasladar una necesidad del paciente que obtenían como respuesta un “ahora vamos” seguido de una espera prolongada. Si después de un tiempo prudencial sin respuesta acudías al mostrador de enfermería, te encontrabas caras de fastidio detrás de un cartel que señalaba expresamente que no pintabas nada allí y que si querías algo, llamaras desde la habitación. Me han contado que alguna ‘profesional’ ha soltado un “que se espere” desde la sala de descanso de enfermeras cuando algún familiar solicitaba, por enésima vez y con media hora de retraso sobre el horario marcado, que le facilitaran alimento para la nutrición enteral prescrita a un paciente con sonda nasogástrica.

He asistido a varios olvidos o retrasos en la administración de protocolos pautados -aunque fueran unos simples aerosoles-, quiero creer que porque había otras prioridades más urgentes. Observando, he llegado a la conclusión de que la peor hora para necesitar ayuda en la planta de un hospital es el cambio de guardia. Unos están derrotados y los otros no han entrado aún en calor, así que procura no cagarte ni caerte ni convulsionar de dos a tres ni de nueve a diez de la noche.

Me pregunto qué harán los enfermos que están solos porque no tienen familiares o amigos que puedan turnarse para hacerles compañía de día o velar su sueño de noche. Cuánto tendrán que esperar para que una enfermera les retire un gotero que lleva más de media hora vacío. Cuánto tendrán que retener el pis hasta que alguien acuda a su habitación a ponerles la cuña o cuánto tendrán que aguantar con un pañal mojado y sucio hasta que les limpien el culo irritado. Cuántos días pasarán sin ducharse porque a las auxiliares les resulta más cómodo asear en la cama. Quién les ayudará a alimentarse si no lo pueden hacer por sí mismos o a moverse para no perder el tono muscular. Quién tratará de calmarlos cuando, al caer la noche, se muestren alterados por un síndrome confusional posquirúrgico. Seguro que en esos casos no tardan nada atarlos a la cama y administrarles un calmante para que no les amarguen el turno.

Me da la impresión de que el personal que trabaja en las áreas de hospitalización se ha malacostumbrado a que los acompañantes de los pacientes les ahorren trabajo y, al final, su presencia favorece que estén menos alerta.

Por supuesto, generalizar es injusto y en todos los ámbitos, también en el sanitario, hay de todo: gente muy profesional y otra no tanto. Será que hemos coincidido con más de esta segunda categoría. O quizá sencillamente lo que pasa es que el que está preocupado por la salud de un familiar tiende a pensar que todos los cuidados que recibe su ser querido nunca son suficientes.

domingo, 27 de octubre de 2024

Decepción total: Errejón era fake

Lo de Íñigo Errejón me ha dejado descolocada. Yo era una de las que lo tenían idealizado. Le admiraba como orador parlamentario y me creía su discurso de izquierdas, siempre al lado de los que sufren, defensor de causas nobles, impulsor de la jornada laboral de cuatro días, aliado de las mujeres contra el machismo patriarcal y del colectivo LGTBI+ frente a los homófobos. Ver cómo encajaba las bromas que le hacían por su aspecto aniñado me hacían militar en su equipo. He de confesar también que me parecía uno de los políticos más atractivos de hoy en día -el nivel tampoco está muy alto… Semper, Sánchez, Rufián y para de contar- y hasta despertaba en mí cierto morbillo.

Pero el jueves pasado se pinchó la burbuja. El exportavoz de Sumar en el Congreso no era más que un fake. Decepción total. Se me hundió el mito. Y no fue porque le guste esnifar cocaína sobre el culo de una tía ni porque imponga a sus parejas sexuales reglas dignas de ‘Cincuenta sombras de Grey’. Fue porque me demostró no ser tan inteligente como creía. Primero, escribiendo una carta en la que se escudaba en la salud mental y eludía hablar a las claras del motivo de su renuncia. En cambio, se enredaba en expresiones y frases hechas -la subjetividad tóxica, el patriarcado, el modo de vida neoliberal, la persona y el personaje- autoexculpándose de algo que no se atrevía a verbalizar a las claras y que había que descifrar en una lectura entre líneas.


Tampoco demostró mucha inteligencia cuando pensó que todas las mujeres a las que tiraba la caña hasta que picaban y ejercía sobre ellas de macho dominador iban a mantenerse calladas y nunca desvelarían los muy particulares usos y costumbres sexuales de un personaje público tan destacado.

Las fantasías sexuales de cada uno son eso, deseos privados. Ahí no me meto. Que cada uno sueñe y lleve a la práctica en la intimidad lo que le pida el cuerpo sin infringir ninguna ley ni dañar a nadie. Pero cuando esas fantasías van más allá del onanismo y requieren de la participación de otra persona, lo mínimo es que conozca las reglas del juego y las acepte. A tenor de los testimonios que circulan, Íñigo daba por hecho que a sus parejas sexuales les iba su rollo y se saltaba el paso de pedir el consentimiento. Y como, a pesar de la incomodidad del momento, la sombra del personaje pesaba mucho, las supuestas víctimas no salían por patas. Imagino que ellas eran las primeras desconcertadas, incapaces de disociar como él entre la persona y el personaje, contemplando ante ellas al mismo que demonizaba la violencia sexual contra las mujeres con una mano en su pene y la otra manoseándoles por sorpresa las tetas.

De todos modos, me temo que el código penal todavía no castiga el machismo. Y, por lo que hasta ahora se va sabiendo del caso, su comportamiento en la intimidad podía ser inapropiado y moralmente reprobable, pero no ilegal.

De todos modos, si de algo me ha servido el caso Errejón es para confirmar que las mujeres tendemos a romantizarlo todo y, aunque está mal generalizar, idealizamos cualquier encuentro sexual. Mucho más si se trata de un personaje público, a priori inaccesible. Pensaba que ahora ya no era así, que las tías de hoy en día eran más pragmáticas, que iban al grano, que buscaban lo que buscaban sin mayores ataduras y que se acostaban con hombres sin imaginárselos en el altar. Pero, leyendo la declaración de la actriz Elisa Mouliaá, la única que hasta ahora le ha denunciado en una comisaría y no de forma anónima en redes sociales, y la de otras mujeres cuyo testimonio ha trascendido, detecto demasiada inocencia emocional.

También es verdad que los tiempos han cambiado en otro sentido. Antes te rozaba el culo en el Metro un guarro, le mirabas con odio y te movías a otro lado del vagón. Ahora si les ocurre eso, hacen un vídeo y denuncian el sobeteo en las redes sociales.

Antes, terminabas en la cama con un tipo que prácticamente acababas de conocer y si te salía con alguna petición sexual inesperada o que no te convencía, tenías dos posibilidades: pasar por el aro y a ver qué pasaba o reconducir la situación con mano izquierda. Cualquiera de las dos opciones te dejaba el poso justo para comentar la aventura en una sobremesa con amigas y punto. Ahora, la experiencia te genera un trauma que da para un podcast de 12 capítulos.

Antes si no te llamaban después de haberos enrollado o te ponían los cuernos, asumías que te había tocado un gilipollas, estabas un par de días mustia y al tercero te autoconvencías de que te habías librado de una buena. Ahora si ocurre eso, escriben hilos en X hablando de toxicidad y piden una sesión de urgencia con su psicóloga.

No cabe duda que hemos evolucionado, espero que a mejor, aunque entonces y ahora, a unos y a otras, nos haga falta más inteligencia emocional.