Lo de Íñigo Errejón me ha dejado descolocada. Yo era una de las que lo tenían idealizado. Le admiraba como orador parlamentario y me creía su discurso de izquierdas, siempre al lado de los que sufren, defensor de causas nobles, impulsor de la jornada laboral de cuatro días, aliado de las mujeres contra el machismo patriarcal y del colectivo LGTBI+ frente a los homófobos. Ver cómo encajaba las bromas que le hacían por su aspecto aniñado me hacían militar en su equipo. He de confesar también que me parecía uno de los políticos más atractivos de hoy en día -el nivel tampoco está muy alto… Semper, Sánchez, Rufián y para de contar- y hasta despertaba en mí cierto morbillo.
Pero el jueves pasado se pinchó la burbuja. El exportavoz de Sumar en el Congreso no era más que un fake. Decepción total. Se me hundió el mito. Y no fue porque le guste esnifar cocaína sobre el culo de una tía ni porque imponga a sus parejas sexuales reglas dignas de ‘Cincuenta sombras de Grey’. Fue porque me demostró no ser tan inteligente como creía. Primero, escribiendo una carta en la que se escudaba en la salud mental y eludía hablar a las claras del motivo de su renuncia. En cambio, se enredaba en expresiones y frases hechas -la subjetividad tóxica, el patriarcado, el modo de vida neoliberal, la persona y el personaje- autoexculpándose de algo que no se atrevía a verbalizar a las claras y que había que descifrar en una lectura entre líneas.
— Íñigo Errejón (@ierrejon) October 24, 2024
Tampoco demostró mucha inteligencia cuando pensó que todas las mujeres a las que tiraba la caña hasta que picaban y ejercía sobre ellas de macho dominador iban a mantenerse calladas y nunca desvelarían los muy particulares usos y costumbres sexuales de un personaje público tan destacado.
Las fantasías sexuales de cada uno son eso, deseos privados. Ahí no me meto. Que cada uno sueñe y lleve a la práctica en la intimidad lo que le pida el cuerpo sin infringir ninguna ley ni dañar a nadie. Pero cuando esas fantasías van más allá del onanismo y requieren de la participación de otra persona, lo mínimo es que conozca las reglas del juego y las acepte. A tenor de los testimonios que circulan, Íñigo daba por hecho que a sus parejas sexuales les iba su rollo y se saltaba el paso de pedir el consentimiento. Y como, a pesar de la incomodidad del momento, la sombra del personaje pesaba mucho, las supuestas víctimas no salían por patas. Imagino que ellas eran las primeras desconcertadas, incapaces de disociar como él entre la persona y el personaje, contemplando ante ellas al mismo que demonizaba la violencia sexual contra las mujeres con una mano en su pene y la otra manoseándoles por sorpresa las tetas.
De todos modos, me temo que el código penal todavía no castiga el machismo. Y, por lo que hasta ahora se va sabiendo del caso, su comportamiento en la intimidad podía ser inapropiado y moralmente reprobable, pero no ilegal.
De todos modos, si de algo me ha servido el caso Errejón es para confirmar que las mujeres tendemos a romantizarlo todo y, aunque está mal generalizar, idealizamos cualquier encuentro sexual. Mucho más si se trata de un personaje público, a priori inaccesible. Pensaba que ahora ya no era así, que las tías de hoy en día eran más pragmáticas, que iban al grano, que buscaban lo que buscaban sin mayores ataduras y que se acostaban con hombres sin imaginárselos en el altar. Pero, leyendo la declaración de la actriz Elisa Mouliaá, la única que hasta ahora le ha denunciado en una comisaría y no de forma anónima en redes sociales, y la de otras mujeres cuyo testimonio ha trascendido, detecto demasiada inocencia emocional.
También es verdad que los tiempos han cambiado en otro sentido. Antes te rozaba el culo en el Metro un guarro, le mirabas con odio y te movías a otro lado del vagón. Ahora si les ocurre eso, hacen un vídeo y denuncian el sobeteo en las redes sociales.
Antes, terminabas en la cama con un tipo que prácticamente acababas de conocer y si te salía con alguna petición sexual inesperada o que no te convencía, tenías dos posibilidades: pasar por el aro y a ver qué pasaba o reconducir la situación con mano izquierda. Cualquiera de las dos opciones te dejaba el poso justo para comentar la aventura en una sobremesa con amigas y punto. Ahora, la experiencia te genera un trauma que da para un podcast de 12 capítulos.
Antes si no te llamaban después de haberos enrollado o te ponían los cuernos, asumías que te había tocado un gilipollas, estabas un par de días mustia y al tercero te autoconvencías de que te habías librado de una buena. Ahora si ocurre eso, escriben hilos en X hablando de toxicidad y piden una sesión de urgencia con su psicóloga.
No cabe duda que hemos evolucionado, espero que a mejor, aunque entonces y ahora, a unos y a otras, nos haga falta más inteligencia emocional.