Los que somos cobardes admiramos a los valientes. En realidad envidiamos que sean tan resolutivos, que no les cueste dar el paso, que se lancen al abismo sin analizar los riesgos, que parezca que no calculan sus posibilidades, que derrochen confianza en sí mismos. Los que somos cobardes somos inseguros, solemos poseer un acusado instinto de conservación y, además, tendemos a pensar, ahí radica el problema. Los que vivimos con miedos sabemos y asumimos que esa circunstancia nos paraliza, nos impide vivir plenamente, nos diferencia, nos señala y nos separa del rebaño, pero también somos conscientes de que tarde o temprano afrontaremos las fobias para superarlas, eso sí, cuando nos sintamos preparados y a nuestro ritmo, no presionados por nadie.
Hace unos días mi hija tuvo una sesión de deportes de aventura en medio de la naturaleza organizada por el departamento de Educación Física de su instituto. Los alumnos debían hacer escalada, rápel, bicicleta, aprender a hacer nudos y alguna actividad más que no recuerdo. A mi hija le asustan las alturas, así que iba completamente acongojada. Intentamos calmarla explicándole que nadie le iba a obligar a hacer nada peligroso que ella no quisiera hacer y le recomendamos que se relajara y disfrutara la experiencia. Una vez en el campo, fue pasando las diferentes pruebas hasta que llegó la escalada. Tratando de superar su miedo, se puso el arnés y se aventuró a trepar sin ningún problema. Es más, parece que hasta lo disfrutó. Pero cuando le tocó probar el rápel volado -descender al vacío ayudado por una cuerda desde una plataforma en altura-, el miedo la paralizó y dijo que no podía hacerlo. Desde ese momento tuvo que escuchar críticas y reproches de los monitores que tutelaban la actividad, de sus compañeros y amigos, que no comprendían por qué se negaba a hacer algo tan divertido, y hasta de la profesora de Educación Física, que haciéndole una señal con el pulgar hacia abajo, le advirtió de que su comportamiento le restaría nota. Nadie empatizó con su miedo, nadie tuvo un gramo de comprensión y, sobre todo, ningún adulto, en especial estoy pensando en la profesora, se tomó la molestia de hacer un poco de coaching con ella para saber de dónde procedía su fobia y tratar de quitarle hierro al episodio.
Yo en particular no le veo beneficios deportivos a tirarte al vacío con una cuerda, salvo experimentar un subidón de adrenalina, pero no voy a entrar en esa discusión porque tampoco entiendo por qué tiene que organizar un centro educativo viajes a practicar esquí, por mucho que sea una actividad voluntaria. Que por cierto, ya puestos, también debería ser voluntario esto del rápel. En fin. Soy de la opinión de que, por supuesto, no todo va a ser estudiar química, lengua, matemáticas e inglés, y que debe haber otras actividades paralelas que complementen la formación, pero yo lo limitaría a visitar museos, descubrir lugares de interés o poner en práctica los conceptos aprendidos de maneras originales, que lo mismo puede ser saliendo al campo para ver insectos como observando una obra para entender el concepto de polea. En este aspecto el instituto de mi hija es privilegiado, porque tienen la obra dentro mismo del centro, así que no tendrían ni que desplazarse... En fin, cualquier cosa, pero con un riesgo controlado.
Hay quien me tacha de hiperprotectora, alegando que el peligro está en todas partes, incluso en nuestra propia casa. Pero yo sigo pensando que corres más riesgos tirándote con una cuerda por un puente que si no te tiras, asumiendo que también el puente sobre el que pisas se puede caer o estrellarse el autobús que te traslada hasta el campo. Por no mencionar que si cargas a tus espaldas con una cruz como es tener vértigo o miedo a las alturas, todo el mundo descubrirá que eres una 'cagada' y desde ese día llevarás colgado el puñetero sambenito.
Pero me estoy desviando de la cuestión, yo estaba hablando del miedo y del derecho de los miedosos a lidiar con esta asignatura pendiente. Admitimos que somos cobardes y felicitamos a los valientes. Pero, por favor, pido respeto. Respeto a los que tienen miedo a volar, a los que les asusta la oscuridad, a los que les aterrorizan los bichos, a los que se caen redondos si ven sangre, a los que temen a la muerte, a los claustrofóbicos que se ahogan en un ascensor. Un respeto a todos, incluidos también aquellos que fueron testigos de la agresión a dos guardia civiles fuera de servicio y a sus parejas en Alsasua, y prefieren no significarse, ni delatar a los autores de la fechoría, ni defender a los agredidos, por si acaso, no vaya a ser que vayan también a por ellos.
A veces el miedo es simplemente prudencia. O, más concretamente, instinto de supervivencia. No nos juzguen. Ya tenemos suficiente carga con nuestra propia cruz.
Todos sabemos hasta donde podemos llegar y "ni un pasito más"
ResponderEliminarMe has entendido
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