A sus catorce años, mi hija acaba de experimentar qué se siente cuando te roban. Afortunadamente no ha vivido ningún incidente violento, tranquilos. No ha sufrido ninguna agresión, ni un hurto en la calle, ni un timo, ni nada por el estilo. El delito ha sucedido en el mundo virtual y el botín ha sido una foto. Digamos que alguien se ha pasado la propiedad intelectual y los derechos de autor de mi hija por el forro, y quiero creer que lo ha hecho por desconocimiento o inocencia. Dejémoslo en el socorrido ‘cosas de críos’.
Aficionada a la fotografía, mi hija posee una cuenta pública en Instagram (@imrealc) donde exhibe el material que va recopilando a base de disparos con el móvil o la cámara réflex, imágenes ‘estilosas’ fruto de las sesiones que organiza con sus amigas, convertidas en modelos improvisadas, o que idea en solitario. Junto con la fotografía, otra de sus pasiones es el grupo juvenil Gemeliers. Precisamente desde la cuenta de los artistas hace meses se invitó a sus seguidores a subir fotos en sus perfiles donde se pudiera ver claramente merchandising del grupo -prendas de vestir y otros cachivaches con el logo GMLRS-, acompañadas por la correspondiente etiqueta para que fuera más fácil localizarlas. Las más originales y vistosas serían seleccionadas por la cuenta oficial del grupo que las compartiría. No había más premio, por tanto, que el gran honor de ser autor de una imagen compartida por el grupo musical. Así que mi hija, ilusionada por hacer confluir sus dos pasiones, montó una sesión de fotos con un par de amigas ataviadas con sus sudaderas de los Gemeliers. De entre todos los disparos que hizo, eligió el que ella consideró mejor y allá por el mes de abril subió el retrato a su cuenta con la esperanza de que los Gemeliers se fijaran en su obra y la eligieran. Es esta.
Hace unos días, cuando casi se nos había olvidado el tema, mi hija empezó a dar gritos mirando su móvil. Pensábamos que había pasado algo grave. En realidad su histeria se debía a que los Gemeliers habían compartido en su perfil de Instagram nuevas imágenes realizadas por sus fans y la primera de ellas era la de mi hija. Recuperada de la primera impresión, comprobó que no se la mencionaba como autora de la foto, algo que nos extrañó. Así que escribió un comentario en la publicación alertando del olvido y pidiendo que se la etiquetara al menos en la foto, dado que era suya. Al César lo que es del César. Fue entonces cuando nos percatamos de que la foto se le atribuía a otra persona. Escarbando comprobamos que la cuenta colectiva @graciastouralgeciras había realizado una captura de pantalla de la foto de mi hija el mes pasado, evidentemente sin permiso, y la había subido con la mención correspondiente para participar en la convocatoria, pero ‘olvidando’ reconocer que era una imagen ajena. Ahí nos tenéis, con cara de idiotas, asistiendo a aquel robo virtual perpetrado por unas chavalitas que, para más inri, agradecían todas orgullosas a sus ídolos que hubieran seleccionado su propuesta.
Por supuesto enviamos mensajes a las ladronzuelas ‘invitándolas’ a confesar el hurto y a desvelar la autoría real de la foto, pero lo más que conseguimos es que nos bloquearan para impedirnos seguir accediendo a su cuenta y que terminaran haciéndola privada. Ahí fue donde la pifiamos. Tendríamos que haber recurrido directamente a la web de Instagram y rellenar el formulario creado al efecto (se ve que estos casos son más que habituales) donde deberíamos haber señalado los datos y enlaces a la cuenta de las cuatreras; pero ya sin acceso a ella poco podíamos hacer. También le hicimos saber al grupo a través de su red social que habían elegido una imagen que no pertenecía a la persona que decía ser su autora, pero de nada ha servido, porque no hemos recibido respuesta y ahí sigue la imagen sin que nadie haya deshecho el entuerto.
Sí, vale, la foto no es nada del otro mundo, no se trata de un fotón, probablemente no ganaría el prestigioso World Press Photo, ni el Pulitzer. Lo sé. Y soy consciente de que no deja de ser una pequeña tontería, una simple anécdota, pero refleja la impotencia que se siente cuando alguien se adueña con tanta facilidad y descaro de una propiedad tuya, aunque sea en el mundo virtual. A partir de ahora mi hija cambiará algunos hábitos a la hora de publicar sus fotos en su cuenta. Quizá incluir una marca de agua o su firma y, por supuesto, recordará a quienes sientan la tentación de apropiarse de alguna de sus creaciones que no está autorizado el uso de su material sin permiso y que, en cualquier caso, debe citarse siempre su autoría. Porque aunque las redes sociales en la letra pequeña de sus condiciones de uso reservan interesantes sorpresas para los usuarios, por encima de todo están los derechos de autor y la propiedad intelectual, igual en el mundo virtual que en el real. De hecho una de las condiciones exigidas por Instagram para poder abrir una cuenta es garantizar que eres el propietario del contenido que publicas o que estás autorizado por él, de manera que no se vulneren los derechos de privacidad, de publicidad, de autor, de marca comercial u otros derechos de propiedad intelectual.
Este episodio es una diminuta gota de agua dentro del océano de usurpadores y parásitos que viven y tratan de medrar en el ámbito digital a costa del trabajo de los demás. Que una niña haga pasar por suya la foto de otra, sin pedir permiso, en un fandom con relevancia más bien escasa dentro de una red social, aunque sea sin ánimo de lucro, revela que mucha gente tiene la equivocada creencia de que todo lo que encuentra por la Red es libre y puede utilizarlo a su antojo. Pero esto no deja de ser un chiste si lo comparamos con la cantidad de plagiadores, profesionales del copia y pega, o refritadores de primera que se nutren de lo que han publicado otros y comercian con ello. Entonces, cuando hay cuartos de por medio, la cosa se pone mucho más seria, aunque la impotencia del robado sea exactamente la misma.
Os invito a leer el caso de Elia Guardiola, autora de un blog dedicado al marketing de contenidos y una de esas víctimas cuyo caso conocí recientemente. Su relato sobre cómo supo que en la versión digital del periódico La Razón aparecían textos escritos por ella pero firmados por otra persona y lo que sucedió después os dará una idea de la calaña que se mueve por ahí y con qué impunidad. O el caso del escritor y articulista José Ángel Barrueco, quien descubrió cómo fusilaban directamente en un programa de RNE, y sin citarlo siquiera, críticas literarias escritas por él y extraídas de su blog.
Internet está lleno de bandoleros. Esta es solo la punta del iceberg.
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