Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

sábado, 8 de octubre de 2022

Tradiciones y evolución

Cuando tenía 18 años me vine a estudiar Periodismo en Madrid. Previamente mi madre estuvo sondeando a sus conocidos para saber qué alojamiento podía resultar el más conveniente para ‘independizarme’ por primera vez. Descartado el piso compartido, porque era “muy pronto”, y el colegio mayor, demasiado caro, mi progenitora optó por buscarme acomodo en una residencia femenina de monjas trinitarias recomendada por otras religiosas de mi pueblo.

Aquel palacete sobrio de arquitectura franquista en la calle Altamirano de Madrid se convertiría en mi casa durante los primeros tres cursos. Al cuarto aproveché la estampida de otras cuatro residentes con las que había hecho buenas migas para abandonar el orden de la orden e instalarme con ellas en un piso en Isaac Peral, donde se acabaron los horarios de cierre, de comidas o de luz y la megafonía para avisar de las llamadas telefónicas. Y, lo mejor, no venían tunos a cantarnos el ‘Clavelitos’.

Lo siento, pero lo de la tuna universitaria siempre me ha provocado urticaria. Esos tipos con aspecto de haber repetido varios cursos, embutidos en bombachos cortos de terciopelo y ataviados con capa, representan para mí el antídoto de la lujuria.

Una noche se presentó una tuna a rondarnos a la puerta de la residencia. Buena parte de las chicas se asomaron a las ventanas excitadísimas con aquella inesperada presencia masculina que nos sacaba de la monotonía estudiantil y presionaron a las monjas para que dejaran entrar a los tunos en el recinto. “Solo un ratito”. No hubo que rogarles mucho. Imagino que a Sor Inés y al resto de religiosas se les hacía también el culo Pepsicola con la visita. Al final la tuna trasladó el recital al comedor de la residencia en un episodio del que solo guardo en la memoria la vergüenza que me dio.

Frente a las ‘Trinis’ no teníamos un colegio mayor masculino con colegiales que nos insultaran. Nos bastaba con el exhibicionista que merodeaba por la manzana y al que siempre terminábamos viéndole sin querer lo que llevaba debajo de la gabardina.

Sin embargo, aunque nuestra residencia femenina estaba fuera del radio de acción de los alojamientos estudiantiles de la Ciudad Universitaria, sí conocí el ambiente de los colegios mayores. No solo durante las fiestas a las que fuimos invitadas, sino también por anécdotas que circulaban en el ambiente universitario y contaban unos y otras.

En toda aquella etapa no recuerdo que nadie me llamara puta y si lo hubiera hecho, aunque fuera en broma, no lo habría dejado pasar. Hay palabras gruesas que son inaceptables y reducir a “tonterías de adolescentes” su uso para referirse a una chica trivializa las faltas de respeto y el machismo. Ya está bien de echar mano del ‘puta’ como insulto contra una mujer en cualquier momento y por cualquier motivo. Por lista, por estrecha, por digna, por harta, por difícil… Muchos hombres, y algunas mujeres también, solo saben canalizar su frustración azotando con esa palabra.

De todo aquello han pasado más de 30 años y sospecho que nada ha cambiado en estos alojamientos estudiantiles gestionados por órdenes religiosas. Hace un tiempo nos reencontramos aquellas ‘Trinis’ que compartimos piso y al pasar por la calle de la residencia entramos para ver si todo seguía igual. Y sí. Hasta quedaban algunas monjas de entonces. Incluso nos cruzamos por los pasillos con algunas chicas que podíamos ser nosotras con 30 años menos.


Todo este rollo que os he soltado viene a cuento, como ya supondréis, del vídeo viral que muestra a los estudiantes universitarios del Colegio Mayor masculino Elías Ahuja de Madrid ‘rebuznando’ sandeces machistas con coreografía desde las ventanas de sus habitaciones contra sus vecinas del Colegio Mayor femenino Santa Mónica, unas chicas que no se sienten ofendidas por sus vecinos a los que defienden porque consideran una tradición que llamen así su atención a diario e, imagino, también que de vez en cuando las insulten y avisen de que las van a follar. Están tan acostumbradas a que les dediquen esas ‘perlas’ que son incapaces de discernir entre la broma y lo inaceptable.

Alguien debería hacerles ver que las palabras no son inocentes, que el propósito de una broma debe ser que haga gracia y que no todas las tradiciones por el hecho de ser costumbre deben perpetuarse. El lanzamiento de una cabra desde un campanario en Manganeses de la Polvorosa se prohibió en el año 2000 por constituir un innecesario maltrato animal. Y la tradición milenaria y dolorosa de vendar los pies de las niñas chinas de clase alta para limitar su crecimiento normal y distinguirlas del resto se eliminó a principios del siglo XX.

Antiguas estudiantes del Colegio Mayor Santa Mónica han confirmado que efectivamente este lamentable espectáculo que ahora ha trascendido no ha sido una anécdota puntual, sino que lleva practicándose años. Incluso con intercambio de improperios desde ambos ‘bandos’, como si fuera un ritual de apareamiento del National Geographic. 

Lo preocupante es que todo siga igual porque quiere decir que en esa pequeña burbuja no se ha evolucionado al ritmo que ha avanzado el resto de la sociedad. Es más, puede que lo que se esté experimentando en algunos de esos reductos es una involución, un retroceso hacia mucho más atrás en el tiempo, hasta el Pleistoceno.

lunes, 15 de agosto de 2022

El último viaje en familia

Acabo de regresar de un viaje de siete días en coche con mis hijos y su padre por Francia y Bélgica. El objetivo era llegar a un concierto de Coldplay en Bruselas. Así que con esa más que atractiva excusa, trazamos un itinerario desde Madrid que incluía dos ‘escalas’ previas en puntos estratégicos que los adultos deseábamos visitar, tres noches en la capital belga con excursiones a ciudades próximas y regreso con otras dos paradas turísticas camino de casa.

Quienes me siguen en redes sociales, principalmente en Instagram, ya habrán tenido oportunidad de ver a diario imágenes de esta road movie en la que nos hemos embarcado. También apreciarán que en ninguna aparecemos nosotros. Por varias razones. La principal es que siempre encuentro otros motivos más fotografiables que yo misma y mi prole. También ha pesado el hecho de que uno de los viajeros es muy celoso de su intimidad y se niega a aparecer en las redes, al menos en las mías. También evita los selfies y los posados familiares, aunque su destino sea el archivo fotográfico personal. Afortunadamente, de vez en cuando le enternecemos y se digna a concedernos el privilegio de compartir con nosotros alguna instantánea.

Debo confesar que este miembro de la expedición, mi hijo, a cinco meses de su mayoría de edad, ha viajado obligado por contrato después de una dura negociación. Sí, creedme. Lo que a mí a sus 17 años me habría parecido un sueño hecho realidad -ver mundo, aunque fuera con mis padres-, a él le parecía un fastidio. Y aunque firmó que no boicotearía la aventura, la rúbrica no le comprometía a disfrutarla. De modo que no ha apreciado nada de lo que hemos visitado y ha dejado claro que no entendía por qué teníamos que hacer tantos kilómetros si todo lo que estábamos viendo en vivo y en directo estaba disponible en internet.

Nada más pasar la frontera experimentó un ataque de españolidad que le ha llevado a pasarse los siete días menospreciando cada monumento que veíamos, comparándolo con lo que teníamos en España. Solo se ha mostrado algo más motivado para mofarse de nuestra manera de hacernos entender en otro idioma, supervisar como un notario el modo en que nos desenvolvíamos en un país extranjero y transmitirnos permanentemente cómo le hacíamos pasar vergüenza ajena. Aunque su hermana mayor está más centrada y es de más fácil convivencia, sufrió también sus arrebatos, imagino que por efecto contagio o por el caldo de cultivo que iba sembrando su hermano y que terminó arrastrándonos a todos en algún momento.

Playa de Dunkerque

Que no haya compartido imágenes familiares de este viaje no significa que no existan, pero os las ahorro porque no reflejan la realidad. Puede que dentro de muchos años, cuando se hayan ido diluyendo en nuestra memoria los recuerdos que ahora conservamos aún nítidos, quizá lo evoquemos como algo idílico, igual que ahora le parecería a cualquiera que revisara sin contexto los vídeos y fotos que guardamos en el móvil.

Nadie diría que dos minutos antes de posar estábamos discutiendo por cualquier gilipollez, igual que en casa pero a 1.500 kilómetros. O con la irritación que provoca el hambre, porque no encontrábamos un restaurante en el que nos dieran mesa después de las 9 de la noche. O hartos de buscar, y no encontrar, productos sin gluten. O jodidos porque el hotel elegido en aquella parada no tenía ni ascensor ni aire acondicionado ni secador. O sintiéndonos víctimas de xenofobia en aquel restaurante donde el camarero se negó a interactuar en otro idioma que no fuera francés y se divirtió a nuestra costa con otros clientes. O preocupados por si el barrio en el que nos alojábamos no era el más recomendable al caer la noche. O debatiendo acaloradamente sobre los distintos itinerarios para llegar a nuestro destino que nos sugería a cada uno Google Maps. O con un cólico de gases después de atiborrarme a patatas fritas belgas con salsa de queso. O agotados tras una noche sin dormir demasiado porque la única que sigue teniendo el tamaño adecuado para una habitación cuádruple soy yo. O fastidiados ante la posibilidad de perdernos el comienzo del concierto de Coldplay por tener que hacer una cola de media hora para usar un retrete portátil.

De las cuatro personas que hemos compartido esta road movie, dos han manifestado claramente su intención de no repetir juntos una nueva experiencia viajera y las otras dos me temo que asumimos que probablemente este ha sido el último viaje en familia.

El concierto, bien, gracias. De hecho, yo me apunto a seguir haciendo turismo musical. Y que venga quien quiera. 

lunes, 1 de agosto de 2022

Un cúmulo de despropósitos

Confieso que cuando estoy en la playa o en la piscina no puedo evitar observar al resto de bañistas y compararme con ellos. Suelo envidiar los cuerpos antes llamados ‘perfectos’ y ahora denominados ‘normativos’. Sin embargo, me anima comprobar que la mayoría de las anatomías son como la mía, ‘imperfectas’, con grasa, celulitis, estrías, kilos de más concentrados en la línea de flotación, partes fofas, ausencia de abdominales, signos de la edad… y me trato de autoconvencer de que, visto lo visto, no estoy tan mal para lo que se ve por ahí.

Así que cuando me desplazo de la toalla al agua, voy meneando mis imperfecciones muy digna imaginando que el resto de bañistas se harán las mismas pajas mentales que yo. O no. Quizá solo los que lucen cuerpos esculturales. Puede que nadie mire a nadie y yo sea la única que a veces se pregunta por qué los cánones de belleza coinciden solo con las características de una minoría privilegiada de la población.

Sea como sea, desde que el mundo es mundo, las playas están llenas de mujeres y también hombres, gordos, flacos, jóvenes, viejos, altos, bajos, depilados, sin depilar, con y sin discapacidad. Diversidad total. Y sí, puede que alguien te mire, para maravillarse o para consolarse, pero la vida sigue. Nadie impide el paso a nadie y, por lo general, nadie suele hacer nada por incomodar al otro. Y digo por lo general, porque hace poco unos imbéciles descerebrados llamaron gorda a gritos desde un coche a una amiga de mi hija de 18 años que iba andando por la calle. Aún hoy sigo preguntándome qué lleva a alguien a hacer algo tan ruin.

El caso es que estos episodios ocurren porque cafres hay en todas partes y tienen el talento de dejar a algunas personas hechas polvo. Por eso el Instituto de las Mujeres del Ministerio de Igualdad debió pensar que podía ser útil una campaña reivindicativa de la diversidad de cuerpos sin complejos. Así es como nació la fallida ‘El verano también es nuestro’. Pero a veces las buenas intenciones conducen a un fiasco. Sobre todo cuando se carece de experiencia o se quiere ser tan original que se descuida la ejecución.

Estas cosas pueden pasar si te arriesgas a contratar a un creativo poco profesional, nada habituado a que su trabajo sea escrutado al milímetro, que desconoce algo tan básico como que no todos los tipos de letra son de uso gratuito y que piensa que puede utilizar imágenes de personas reales con derechos de autor y ‘dibujarlas’ sin pedir permiso.

Eso es lo que ha ocurrido con esta campaña. El organismo oficial encargó a una marca activista contra la gordofobia un cartel-anuncio para sensibilizar contra los estereotipos de género basados en los cánones de belleza femeninos. La idea era que la campaña transmitiera la idea de que todas las mujeres podemos disfrutar libremente de la playa sin sentirnos incómodas ni ser el centro de las miradas por detalles de nuestro físico. Arte Mapache fue la empresa que se encargó del proyecto por el módico precio de 4.490 euros. Detrás de esta marca se encuentra alguien que se define como "diseñadora audiovisual, artista multidisciplinar, activista antigordofóbica y experta en la autogestión".

Si su objetivo era que la campaña se hiciera viral lo han conseguido, pero por un cúmulo de despropósitos que demuestran principalmente falta de solvencia.


Para empezar, Arte Mapache empleó una tipografía que no es de uso libre pero sin hacer las gestiones pertinentes para su utilización. Y lo que es más grave, en la ilustración que le encargaron no se limitó a crear unos personajes, sino que “se inspiró” -como ella ha admitido- en imágenes de mujeres reales que utilizó sin hacérselo saber a las protagonistas. Para rizar el rizo, a una de ellas, con discapacidad en su vida real, la trasladó a la ilustración sin su prótesis, sino con una pierna corriente, y le pintó vello. Y ha utilizado la cabeza de una doble mastectomizada para colocársela en un cuerpo con solo un pecho. Por redondear el despropósito, la fotógrafa de la imagen con derechos de autor ha montado en cólera por lo que considera un robo.

En un mundo globalizado como este era cuestión de tiempo que las mujeres que habían “inspirado” la creatividad se enteraran de que aparecían en una campaña institucional del Gobierno de España. Más si el anuncio en cuestión ya había sido objeto de debate sobre el sentido y la utilidad de la campaña.

El bochorno que siente cualquiera al leer las reacciones de las agraviadas debe haberse multiplicado en un ‘tierra trágame’ en el caso de la propia creativa, cuya incompetencia ha quedado patente. Ya ha pedido disculpas y explicado que trata de resolver el entuerto con las mujeres que aparecen en el cartel. Pero el daño ya está hecho y este caso la va a marcar y perseguir profesionalmente de por vida.

No se libran del bochorno -ni de los ataques- en el Instituto de las Mujeres y el Ministerio de Igualdad, aunque en su defensa debo decir que en estos casos una supervisión del trabajo previa a la difusión no resulta suficiente. Tampoco hubiera tenido mucho sentido interrogar a la diseñadora sobre los detalles de la ejecución, cuando se da por hecho que se la ha contratado porque es capaz de afrontar un trabajo de estas características sin meter a su contratador en un lío.

En este escenario, la única solución sería cortar por lo sano y retirar la campaña, pero de poco serviría cuando ya ha viajado por la red y ha salido hasta en los telediarios. Así que, como siempre, habrá que dejar que el tiempo traiga el olvido y que, al menos, los responsables institucionales que hicieron el encargo hayan aprendido algo de esta tremenda cagada.

lunes, 4 de julio de 2022

Comentarios de altura

Trabajo en un periódico digital. Mi labor básicamente es encargarme de la portada en el turno de tarde. Eso supone estar pendiente de cualquier última hora informativa mientras edito y jerarquizo los contenidos que aparecen en la página principal del diario.

Entre mis cometidos también está moderar los comentarios de los lectores. Es decir, leerlos y decidir si acepto su publicación o la rechazo. Este ejercicio es a ratos entretenido y siempre muy revelador. Terminas identificando a un puñado de asiduos que opinan de las principales noticias y detectando por sus palabras de qué pie cojean cuando aplauden o censuran medidas. Incluso cuando se enzarzan en discusiones entre ellos.

Las normas de uso indican claramente que “no está permitido verter comentarios contrarios a la ley o injuriantes” y que el medio se reserva el derecho a eliminar los mensajes que considere fuera de tema. A pesar de ello, cada día me veo obligada a rechazar numerosas opiniones con insultos, descalificaciones y bromas hirientes contra los políticos de los que se habla en cada noticia.

Algunos también dirigen sus perlas contra el medio porque -dicen- se nos ve el plumero. Lo curioso es que coinciden en la apreciación tanto los que nos acusan de ser de derechas como los que nos encuentran demasiado escorados a la izquierda.

Más me preocupan los lectores que tienen por costumbre referirse a Isabel Díaz Ayuso, José Luis Martínez-Almeida, Mónica García, Pedro Sánchez y demás servidores públicos con apelativos de todo menos cariñosos. Y siempre con un nivel de agresividad preocupante. Como si solo se pudiera opinar insultando.

La práctica me ha permitido adquirir cierta soltura en la moderación de comentarios. Ya no dudo cuando encuentro un improperio. Lo borro de inmediato. En cambio hay otros mensajes que me generan un conflicto interno porque, aunque directamente no recurren al insulto y hasta derrochan ingenio, van cargados de mala baba.

Algunos juegan con los dobles sentidos, como esos que llaman a la presidenta de la Comunidad de Madrid IDA sembrando la duda de si será por sus iniciales o porque la están llamando loca. O los que se refieren a la líder de Más Madrid en la Asamblea como MEMA, utilizando su eslogan presentación de campaña de MÉdica y MAdre, aunque suene a otra cosa.


Entre los faltones sin insulto directo se encuentran los que aluden al físico de los mencionados en la información. Los últimos que recuerdo son unos que bromeaban con una imagen que publicábamos de los alcaldes de Madrid y Kiev. Aparecían estrechándose las manos tras firmar un acuerdo de hermanamiento entre ambas ciudades y la diferencia de altura entre ambos era más que evidente, 2 metros contra 1’63 a favor el ucraniano. Me parecía un chiste inapropiado y gratuito, así que no autoricé los comentarios con la mofa, pero tampoco los eliminé del sistema; los dejé en el limbo, para que la siguiente redactora encargada de la portada por la mañana decidiera qué hacer.

Valoro el gesto de interactuar con un medio de comunicación. Los usuarios que leen una información en cualquier periódico y se toman la molestia de escribir un comentario sobre lo leído tienen mucho mérito. Se agradece comprobar que hay alguien del otro lado consumiendo el producto de nuestro esfuerzo. Pero si lo más inteligente que pueden comentar de un servidor público es su estatura, su peso, su pelo o su atuendo, me decepcionan. Se me ocurren muchas otras razones para cuestionar a Almeida, que si mide más o menos, algo que, por otra parte, ni está en su mano solucionarlo ni afecta a su papel como regidor municipal.

miércoles, 8 de junio de 2022

Risas en el telediario

Usuarios de Twitter celebran una pieza del telediario de Antena 3 del pasado sábado 4 de junio sobre la ruptura del futbolista Gerard Piqué y la cantante Shakira. Particularmente aplauden a su autor, Jose Larrea, para quien algunos tuiteros piden un aumento de sueldo por su “maravilla”.



La ‘gracia’ de la información es que emplea pedazos de canciones de Shakira alusivos a la trayectoria sentimental de la pareja para contar el desenlace de la relación. Lo que se entiende por un vídeo ingenioso, más digno de Youtube, TikTok o cualquiera de esos reels que circulan por redes sociales que de un informativo en una cadena de televisión convencional. Y precisamente creo que es eso, estar fuera de lugar, presentarse como una anomalía dentro de la información seria, lo que ha hecho brillar el trabajo del reportero. 

Tengo mis dudas de que un telediario tradicional deba incluir este tipo de ‘gracias’. Tampoco creo que la separación de Piqué y Shakira tenga la suficiente entidad como para colarse en la escaleta de un informativo. Más bien encajaría en un programa de corazón, sociedad o variedades. 

Eso no quiere decir que no valore lo que se consigue introduciendo este tipo de material gamberro en un formato clásico: la repercusión en otros canales de comunicación y la atracción de nuevos públicos poco habituados a ver un telediario. 


Quiero creer que ese es el objetivo del editor de ese informativo al arriesgarse a emitir algo así. Quizá es un visionario. Puede que simplemente asuma la realidad. Y es que hoy en día la gente ya no ve la televisión para saber qué pasa, sino que consume la información que le llega por redes sociales. Y competir con eso manteniendo el formato del siglo XX es una batalla perdida. 

Seré una antigua, pero cuando yo elijo a las tres de la tarde un informativo de televisión, lo hago buscando noticias relevantes, seriedad y rigor en la presentación, incluso originalidad en la factura y el montaje. Y cuando me pide el cuerpo cachondeo, también sé dónde buscar. Y no es en el telediario. Quizá es que me estoy haciendo vieja. Me temo lo peor. En breve estaré llamando a las noticias ‘el parte’.