Es viernes. Las Fiestas de San Agustín están a punto de comenzar en mi pueblo, Toro. Niños de 13, 14 o 15 años, no sabría precisar, pero seguro que todos menores de edad, están dando gritos mientras se preparan para el primer acto del programa de festejos, La Mojada, un desfile por el pueblo en que van dando saltos y bailando acompañados por una charanga mientras la gente les arroja líquido desde sus casas y los bomberos les rocían a manguerazos. Se pintan nombres y frases por todo el cuerpo mientras los más traviesos intentan molestarles con sus pistolas de agua. Llevan botellas y envases con lo que parece calimocho que, inevitablemente termina derramado en la acera, delante de la puerta de casa de mi madre. Curiosamente, enfrente, a solo veinte metros, hay una zona ajardinada con bancos, pero las criaturas le tienen querencia a esta esquina y prefieren quedarse aquí, bajo el balcón, vociferando canciones ordinarias -de esas que cantamos todos en momentos 'señalados'- y empapando nuestra entrada. Alguno tiene tentación de pintar también en la pared, pero salgo a pedirle por favor que no se le ocurra, que decore su cuerpo con lo que le dé la gana, pero que se abstenga de garabatear la fachada de esta casa. Me miran como si no entendieran mi idioma, como si yo fuera una extraterrestre, pero parece que de algo ha servido porque han cejado en su empeño. Antes de que nos dejen en paz mi madre les llama la atención por haberle mojado la puerta recién pintada. Una de las chicas, ataviada con un sujetador de palmeras y un vaquero corto, y que arrastra las palabras al hablar, pide disculpas: ‘Peeerddonee, seeeñorrra… qué llle pasaaa? Que lllle hemossss mmmmojjjado laa puerrrrta? Ahoraaa missssmo sssse la limmmmpio… Esss queee misss amigggoss ssson tontossss’. Y coge la camiseta a modo de trapo y se dispone a secar las gotas de agua de la puerta.
Hasta en dos ocasiones se aproxima un coche patrulla de la policía a poca velocidad observando el jaleo, pero sigue su ronda. La gente pasa y ríe los cánticos… ‘Alcohol, alcohol, alcohol, alcohol, alcohol, hemos venido a emborracharnos el resultado nos da igual…’.
No puedo evitar pensar en los padres de esa chica y en los del resto de críos que se van a beber esta tarde -y los diez días que duran las fiestas- las botellas de calimocho hasta terminar vomitándolo en cualquier esquina. En el mejor de los casos los progenitores no se enterarán de nada porque, con suerte, a sus criaturas se les habrá pasado la mona con el frescor de la mañana o un alma caritativa los acompañará a la cama antes de que puedan verles.
Me pillé mi primera cogorza a los trece años. Estaba aún en el colegio. Formaba parte del equipo de baloncesto y para celebrar la Navidad, el entrenador sugirió que lleváramos cada una algo de picoteo. Coincidieron varias botellas de champán. Creo que bebía alcohol por primera vez, así que no sé si es que me pasé en la cantidad, que no comí demasiado o que mi pequeño cuerpo de trece años no supo asimilar la sustancia, pero fuimos varias las que terminamos deambulando por el pueblo haciendo eses, con un ciego monumental, hasta que en mi caso vomité los garbanzos del cocido que me había zampado en la comida. Siempre me lo recuerda mi amiga Ana, que me aguantó el pedo, sufrió el desagradable trance y me acompañó a casa. Era Nochebuena. Mi madre preparaba la cena cuando yo me presenté de aquella guisa. No recuerdo gritos ni bofetones. Solo con sus frases secas y su tono serio sentí cómo censuraba mi comportamiento. Me metió bajo la ducha y luego en la cama. Así fue la Nochebuena de mis trece años.
No ha sido mi única borrachera, hubo algunas más, ya bordeando la mayoría de edad, pero nunca con riesgo de coma etílico. Una de ellas generó en mí fobia al Martini Blanco. Desde entonces he 'aprendido' a beber, disfruto los buenos vinos y de vez en cuando cae alguna copita, si son fiestas como ahora, quizá me tomo más de lo que debería, pero soy adulta, conozco los riesgos, mi cuerpo asimila mejor, sé cuando decir basta y, además, no me pongo impertinente ni babosa con nadie, no termino vomitando en ningún sitio público y recurro a los servicios de los bares -y no a las esquinas- todas las veces que mi vejiga me lo pide.
Porque sé de lo que hablo, me parece una temeridad esta apología de la borrachera juvenil, esta exaltación del consumo de alcohol y esta permisividad ante conductas poco cívicas que percibo a mi alrededor con la excusa de que son fiestas. Porque no es solo el alcohol, son los comportamientos en general, que se relajan más de la cuenta y parece que haya que aguantar carros y carretas por el santo patrón. Por esa regla de tres, como son fiestas, estoy tentada de pintar en la puerta de la casa de las autoridades locales, vomitar encima de sus coches y echar un pis en la Casa Consistorial. El año pasado, por cierto, fui testigo de cómo decenas de jóvenes salían de la plaza de toros durante un espectáculo nocturno para mear en el parque infantil próximo al recinto, porque los baños de la plaza no podían atender tanta demanda y la organización no previó esa necesidad instalando baños portátiles. Este año tampoco veo que se haya pensado en la conveniencia de facilitar a los bebedores algunos lugares extra para desaguar. Ayer mismo, sin ir más lejos, en una verbena popular multitudinaria en la Plaza Mayor, presencié cómo varios jóvenes de ambos sexos orinaban sin ningún pudor, a la vista de la gente, a la puerta de la iglesia del Sepulcro, una de las sedes de la exposición Las Edades del Hombre. Y pillamos a otro haciendo lo propio a la puerta de la casa familiar. Cuando se le increpó, hizo frente como un Mihura. Hoy mi madre echaba lejía en la meada. Y así todos los años. Que San Agustín nos dé paciencia.
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