No puedo evitar pensar en los padres de esa chica y en los del resto de críos que se van a beber esta tarde -y los diez días que duran las fiestas- las botellas de calimocho hasta terminar vomitándolo en cualquier esquina. En el mejor de los casos los progenitores no se enterarán de nada porque, con suerte, a sus criaturas se les habrá pasado la mona con el frescor de la mañana o un alma caritativa los acompañará a la cama antes de que puedan verles.
Me pillé mi primera cogorza a los trece años. Estaba aún en el colegio. Formaba parte del equipo de baloncesto y para celebrar la Navidad, el entrenador sugirió que lleváramos cada una algo de picoteo. Coincidieron varias botellas de champán. Creo que bebía alcohol por primera vez, así que no sé si es que me pasé en la cantidad, que no comí demasiado o que mi pequeño cuerpo de trece años no supo asimilar la sustancia, pero fuimos varias las que terminamos deambulando por el pueblo haciendo eses, con un ciego monumental, hasta que en mi caso vomité los garbanzos del cocido que me había zampado en la comida. Siempre me lo recuerda mi amiga Ana, que me aguantó el pedo, sufrió el desagradable trance y me acompañó a casa. Era Nochebuena. Mi madre preparaba la cena cuando yo me presenté de aquella guisa. No recuerdo gritos ni bofetones. Solo con sus frases secas y su tono serio sentí cómo censuraba mi comportamiento. Me metió bajo la ducha y luego en la cama. Así fue la Nochebuena de mis trece años.

Porque sé de lo que hablo, me parece una temeridad esta apología de la borrachera juvenil, esta exaltación del consumo de alcohol y esta permisividad ante conductas poco cívicas que percibo a mi alrededor con la excusa de que son fiestas. Porque no es solo el alcohol, son los comportamientos en general, que se relajan más de la cuenta y parece que haya que aguantar carros y carretas por el santo patrón. Por esa regla de tres, como son fiestas, estoy tentada de pintar en la puerta de la casa de las autoridades locales, vomitar encima de sus coches y echar un pis en la Casa Consistorial. El año pasado, por cierto, fui testigo de cómo decenas de jóvenes salían de la plaza de toros durante un espectáculo nocturno para mear en el parque infantil próximo al recinto, porque los baños de la plaza no podían atender tanta demanda y la organización no previó esa necesidad instalando baños portátiles. Este año tampoco veo que se haya pensado en la conveniencia de facilitar a los bebedores algunos lugares extra para desaguar. Ayer mismo, sin ir más lejos, en una verbena popular multitudinaria en la Plaza Mayor, presencié cómo varios jóvenes de ambos sexos orinaban sin ningún pudor, a la vista de la gente, a la puerta de la iglesia del Sepulcro, una de las sedes de la exposición Las Edades del Hombre. Y pillamos a otro haciendo lo propio a la puerta de la casa familiar. Cuando se le increpó, hizo frente como un Mihura. Hoy mi madre echaba lejía en la meada. Y así todos los años. Que San Agustín nos dé paciencia.
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