No os confiéis. No os vengáis arriba. No penséis que el mundo ha cambiado, que de repente hemos recuperado la cordura y el buen gusto, que la sensibilidad ha ganado a lo erótico-festivo, que empezamos a valorar lo natural por encima del artificio, lo sencillo frente a lo recargado. Siento bajaros de la nube, pero no es así.
Sí, celebramos la diversidad, como proponía el lema de la edición del Festival de Eurovisión de este año, pero seguimos en la época del ‘Despacito’, el perreo y el twerking, de los trolls anónimos que insultan por Twitter, de ‘Supervivientes’y de los ciberataques. Así que pronto olvidaremos el espejismo de haber dado el trono de Eurovisión a Portugal por una balada de amor clásica interpretada en su propio idioma por el luso Salvador Sobral, un joven músico de jazz con una traje que le va grande y problemas de corazón, algo excéntrico y absolutamente diferente a todo lo que habíamos conocido en el festival de la canción europea.
Portugal. El hermano pobre. Nuestro vecino humilde. El único sitio donde viajar nos sale más barato que quedarnos en casa. El país al que siempre le dábamos algo en el festival, aunque fueran las migajas, un puntito, cortesía de la buena vecindad, incluso si su canción era un truño. Y resulta que este año nos conquista de verdad y nos sumamos al furor continental por el minimalismo luso, les premiamos con 12 puntos y envidiamos secretamente su valentía por apostar por una bella composición cantada en portugués.
Eurovisión no era esto. Al menos la Eurovisión que yo he seguido en mis muchos años de televidente. Eurovisión era espectáculo. Era folclore multiétnico. Era crear dentro del pop la subcategoría de ‘canción festivalera’. Era exotismo y era coña. Era Uribarri o, en su ausencia, Íñigo adivinando a qué países vecinos iban a ir los votos de unos y otros. De modo que, si a partir de ahora el festival va a ir en serio, entonces esto ya pierde la gracia. Por su propia condición, por su historia, por su espíritu kitsch, por todo lo que hemos vivido, si en adelante se va a premiar a las buenas canciones, independientemente de la geopolítica, el espectáculo, el chunda-chunda, la puesta en escena y la proyección comercial, quizá habría que hacerlo desaparecer, matar Eurovisión. Porque, quién quiere un certamen de la canción así, serio, sobrio, con criterio y calidad musical...
Quizá aquel producto del siglo pasado nacido para impulsar la reconstrucción de la Europa de posguerra ya ha caducado y ha llegado el momento de reconvertirlo en algo parecido a un talent show televisivo para lanzar a nivel continental carreras de artistas conocidos solo en sus países; o quizá simplemente nos hemos hecho mayores, hemos afinado el gusto y ya no necesitamos esa clase de circos en mayo… (No, no lo creo, en vista de lo mucho que se divirtió Twitter con los animales que participaron en el evento, en particular el gallo).
Supongo que lo mejor, antes de dar un diagnóstico, es esperar al año que viene para comprobar si esto de votar en serio se convierte en tendencia.
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