Somos todos una pandilla de hipócritas redomados. Nos echamos las manos a la cabeza al leer el reportaje en el que se denuncia las precariedad de los aprendices de los grandes cocineros con estrella Michelin. Y cuando los chefs se defienden de las críticas explicando las particularidades de los negocios de restauración, recargamos los ataques contra ellos por negreros y abusadores. ¡Por favor! ¿A qué viene de repente todo este escándalo? No es lo que se dice una ‘gran exclusiva’, pero su difusión en vísperas de la celebración del Día del Trabajo dio argumentos a quienes buscaban soltar tuits de fácil digestión.
No es por defender al televisivo Jordi Cruz, a quien, por cierto, le han llovido particularmente las pedradas virtuales, pero antes de quemarle en los fogones, convendría diferenciar entre formación y empleo. En una cocina, los aprendices que piden trabajar con un grande para descubrir los secretos de la cocina de vanguardia saben lo que hay y a lo que voluntariamente van. Y, sobre todo, persiguen empaparse del arte culinario de los grandes chefs y que figure en su currículum, aunque secretamente en el fondo deseen terminar destacando tanto como para figurar en la plantilla del restaurante hasta poder dar el salto por libre.
Es como quien se apunta a un Master que incluye prácticas en grandes compañías; paga por que completen su formación, por atravesar durante unas semanas los tornos de la empresa de sus sueños (aunque sea para dedicarse a servir cafés) y por llevarse un título que redondee su historial académico e incluso sirva de reclamo para lograr un empleo. Con una diferencia, ahora que lo pienso: mientras que el estudiante del Master paga miles de euros por que le enseñen y le den un trabajo en prácticas, el aprendiz de cocinero paga con algo que no se compra con dinero, su salud, y recibe su entrenamiento a cambio de sudores, presión y horas de sueño.
Pero esta no es la cuestión, no os engañéis. Creo que el problema comienza cuando los jefes olvidan la condición de aprendiz, exigen más de lo que deben y aprovechan para ahorrarse un sueldo. Esa parte es la que no terminamos de procesar bien. Y ahí es donde habría que incidir. Sobre todo cuando se convierte en costumbre esa trampa de trilero de completar las plantillas con becarios. Y no pasa nada. Por eso me sorprende que ahora hagamos un escándalo monumental por esta cuestión, como si fuera algo nuevo, como si nadie conociera a alguien que hubiera pasado por el periodo de becario, con sus luces y sus sombras, en cualquier otro ámbito profesional.
Ahora que paso tanto tiempo buceando por las ofertas de empleo, no sabéis la cantidad de puestos de trabajo que encuentro donde se repiten términos como Prácticas, Becario, Junior, Convenio con Universidad, Intern, Trainee… y donde, en el mejor de los casos, se pagan 400 euros. Eso sí, se buscan estudiantes o recién graduados con conocimiento de varios idiomas, dominio de todo tipo de programas y, como condición indispensable, poder firmar un convenio con su centro educativo. Este es el panorama en mi campo, el del periodismo y la comunicación. Y así, queridos amigos, es como se están llenando las redacciones y los gabinetes de prensa, con los clásicos becarios dispuestos a no cobrar -o cobrar poco- y a hacer lo que sea por quedarse después de la fase de entrenamiento. Proliferan en verano, periodo vacacional por excelencia, y terminan cubriendo puestos de trabajo cuyos titulares se encuentran ausentes disfrutando sus libranzas. En ocasiones dan con alguien que les explica cómo funcionan las cosas, les aconsejan y orientan, pero la mayoría de las veces van a ciegas, improvisan, imitan o dan por buenos vicios que nadie les corrige. Da igual que cometan errores, que se equivoquen en directo, que escriban con faltas de ortografía o que tropiecen en cultura general, ‘son becarios’, y cuando acabe el verano, si alguno ha destacado por encima del resto porque la ha cagado menos, puede que se quede y que el que se vaya sea un veterano de la empresa. Aunque eso no suponga que herede el puesto sobre el papel, de hecho no le aseguran que cambie su condición laboral de becario, porque si no a la empresa no le salen los números.
Sospecho que el periodismo y la cocina no son los únicos campos en los que se ‘malemplea’ a becarios. Se me ocurren despachos de abogados, estudios de arquitectura, start-ups, departamentos de contabilidad en cualquier empresa… Y así seguirá siendo. Asumimos que para adquirir experiencia es preciso que haya una primera vez, un periodo de instrucción, unas prácticas, un romper el hielo. Y es cierto que todo trabajador debería comenzar desde abajo, pero siempre a cambio de una contraprestación acorde con las características y funciones del puesto. A partir de ahí, depende de cada uno decidir qué es lo que está dispuesto a tragar, cuánto valora su esfuerzo y qué renuncias merecen la pena. Y no olvidemos que cuando ciertas empresas siguen ofertando estos puestos y cubriéndolos sin problemas con becarios precarios o aprendices, es porque siempre hay becarios precarios o aprendices dispuestos a someterse a esa situación. A decir “Sí, Chef… Sí, Jefe… Sí, Bwana”. Si nadie se prestara, digo yo que no quedaría más remedio que articular otra fórmula que fuera no solo beneficiosa para la empresa, sino también para el trabajador y para todo el sistema. Y que conste que no juzgo a quienes aceptan cualquier oferta abusiva con tal de que les contraten o les den una oportunidad. En este momento yo más que nadie les comprendo.
En fin. Puestos a seguir divulgando historias de precariedad laboral, propongo que el siguiente reportaje de investigación en profundidad explore otros fogones donde también se cuecen buenas historias, como por ejemplo la situación de los becarios en los medios de comunicación. Y el periodista que se atreva, que empiece por su propia casa.
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