El otro día mi hija me convenció para que la llevara a una firma de discos de sus artistas favoritos, Gemeliers, unos cantantes juveniles -aún menores de edad- gemelos idénticos, que vuelven locas a las crías. La mía en particular siente adoración por ellos, hasta el punto de tener en su estantería esta especie de altar con sus libros, discos y productos de higiene personal -que, por supuesto, no podemos tocar-, y posters con su imagen por todo el dormitorio.
En las semanas previas al evento traté de encontrar a alguien que me hiciera más llevadero el trance. Es decir, que me evitara estar en una cola cuatro horas esperando turno de firma y beso. Revisé la lista de amigos de mi Facebook y puse a prueba mi capacidad de persuasión. Pensaba que me serviría de algo mi paso por la radio hace algunos años, donde conocí a muchos colegas que aún siguen en el medio y a promotores discográficos a los que hice algún que otro favor. Ilusa de mí. Cuando dejas de tener visibilidad y ya no ocupas un puesto en un medio de comunicación, ya no eres nadie. De las cuatro personas a las que mandé el mensaje, una ni siquiera se tomó la molestia de responder a mi petición; otra contestó para comentarme que lo miraría; la tercera se ofreció a darme algún nombre para que yo hiciera la gestión; y la cuarta me confesó que había preguntado sobre el asunto pero que la reacción le había sonado a ‘vuelva usted mañana’. Todo mi gozo en un pozo… Yo lo único que sugería era que algún alma caritativa utilizara sus influencias y nos colara antes del evento, para que mi hija tuviera su firma, los viera de cerca y ahí acabara toda la aventura, no cuatro horas después, con dolor de pies y aburrimiento infinito. Pero no pudo ser.
Resignada a perder una tarde entre fans enloquecidas por dar gusto a mi hija, nos presentamos en El Corte Inglés de San José de Valderas, donde estaba anunciado el evento. Nada más llegar nos dijeron que ya se había completado el cupo oficial de 400 afortunadas que habían comprado el disco en aquel lugar y que tenían su entrada sellada al evento. Parece ser que antes incluso de que se abriera el centro ya se habían agotado los pases… Aún así, una multitud de fans se agolpaba fuera de las vallas con su disco en la mano esperando que cuando terminaran las agraciadas, los artistas se apiadaran del resto y les permitieran pasar. Primera cagada. Nosotros habíamos comprado el disco en otro establecimiento, así que no teníamos ni ticket, ni pase, ni nada de nada. Solo en caso de echarle morro conseguiríamos entrar, algo que, conociendo el poco desparpajo de mi hija, lo daba definitivamente por descartado.
Encontramos a algunas conocidas en la cola y la niña decidió quedarse con ellas para ver cómo transcurrían los acontecimientos. Unos minutos después apareció llorando como una Magdalena. La madre de una de las dos chicas con las que estaba había conseguido lo que yo no pude, colarlas con ayuda del manager -que casualmente era vecino- para conocer a los artistas antes de que comenzara el acto. Pero a ella no la podían llevar. ‘Ya eran muchas’, le dijo. Y la dejó sola en la fila con un palmo de narices. En un principio maldije a esa madre sin corazón. Luego pensé que si yo hubiera estado delante quizá habría podido presionar para conseguir que también entrara. Y por último caí en la cuenta de que al salir corriendo de la cola, mi hija había perdido su sitio, lo que suponía volver a empezar de 0. Así las cosas comenzamos a valorar si no sería mejor olvidarnos del tema, ver a los Gemeliers de lejos una vez comenzaran a firmar, sacar alguna foto y volvernos a casa pensando en intentarlo de nuevo la próxima vez que surgiera la oportunidad. En esas estábamos cuando apareció la madre sin corazón con sus dos hijas y la amiga, con la cara de satisfacción que lucen quienes han tenido el privilegio de conocer las primeras y en exclusiva a los artistas. Ella se disculpó y puso la excusa de que su vecino le dejaba pasar solo a dos y ya llevaba tres niñas, así que cuatro hubiera sido un abuso. Yo lancé alguna pulla para que entendiera que gracias a su poca generosidad mi hija se había llevado un apipón y yo me iba a tener que comer cuatro horas más de espera, pero que no se preocupara... Para liberar de culpa su conciencia, nos pasó el ticket de compra. Algo era algo.
Una vez situadas en la zona de afortunados, comenzó otra espera en la que el mayor entretenimiento fue el triste espectáculo de contemplar a criaturas llorosas achuchando, manoseando, sobando y baboseando a aquellos dos niños. Porque sí, con 17 años todavía se considera a los individuos menores de edad. Me pregunto si los adultos que acompañan a estos artistas no se han planteado lo que significa someterles a 15 sesiones –la de Madrid era la primera- de este martirio. ¿De verdad es necesario ese pesado acto promocional? ¿De verdad hay que alimentar a las fans con esos maratones insoportables? Me veo incapaz de imaginar la tortura que debe suponer tener que besar y abrazar por contrato a mil personas –seguro que el besamanos de los Reyes en la Pascua mMilitar es mucho más llevadero-, quedar impregnado de esa variedad de olores, arrastrar en tus mejillas el maquillaje de quien te roza, y sonreír a cámara con cada una de ellas, para que la foto de recuerdo simule un momento único. En este caso la mayoría eran niñas adolescentes, algunas evidentemente deseosas de llevarse algo más que un abrazo o un beso casto en la mano, el pelo o la frente. Pero se ve que estos chicos están bien entrenados en el fino arte de hacer la cobra, y aunque hubo algún intento, yo no llegué a presenciar ningún beso robado.
Mientras tanto mi hija, hecha un flan, imaginaba cómo sería el ansiado encuentro. Qué podía hacer, cómo iba a reaccionar. Le recomendé que simplemente les hablara, les felicitara por su música, les agradeciera su firma y les demostrara su afecto recatadamente, nada de magreos exagerados como los que estaba viendo. Y sobre todo le imploré que ni llorara ni se desmayara. Aún estaba impresionada por la historia que nos había relatado la mujer que nos precedía en la cola. Por lo visto a su hija en la anterior ocasión le había dado una crisis nerviosa, entró en shock y convulsionó hasta el punto de terminar ingresada en el hospital. Es curioso, por cierto, cómo terminas conociendo -sin pedir que nadie te lo cuente- las historias de todos los que te rodean en la cola hasta preguntarte qué coño pintas tú allí.
En fin, que como de todo se saca una enseñanza, después de vivir esta experiencia, he llegado a la conclusión de que para asistir a este tipo de actos es necesario un kit especial formado por -¡atención¡-:
-Una silla plegable ligera y poco voluminosa.
-Un sombrero para protegerse del sol.
-Una mochila con líquido y algo de comida.
-Desodorante y perfume -para aplicarse cuando vaya a tocar el turno y que no se note que llevas sudando bajo el sol cuatro horas-.
-Cámara de fotos.
-Móvil.
-Y tampoco vendría mal una sonda para evacuar discretamente sin tener que saltar vallas y arriesgarte a perder tu turno en la fila.
Nunca en mi vida hasta el viernes pasado había hecho cola para una firma de discos. En general detesto las filas. Es más, nunca he sido mitómana –a Bosé no le meto en esto-, ni en mi adolescencia he sentido nunca la necesidad de que nadie me estampara su firma en una carpeta, un disco o una foto. Entiendo por qué. No me equivocaba. Una firma de discos es lo más cruel que puedes hacerle a un artista… Y por extensión a quienes no tenemos más remedio que apuntarnos para acompañar a sus 'menudos' seguidores.
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