El síndrome posvacacional no existe. Es un cuento chino. Una leyenda urbana. De
hecho, cada vez que alguien lo menciona, me ofendo. ¡Por favor! Pensad en los
que estamos desempleados. Nosotros sí que arrastramos un síndrome permanente, sin
distinguir unos días de otros y con el agobio de ver que van pasando las
estaciones y seguimos exactamente igual que al principio, sin un tren que pare ni
un trabajo que nos reactive.
Pero volvamos a esa patología que supuestamente sufren uno
de cada tres trabajadores después de sus vacaciones de verano, del que se
habla en todos los telediarios cada año por estas fechas –bonito relleno- y que
no es más que la prueba de lo flojos y, lo que es peor, lo caraduras que somos.
Después de haber pasado un mes sin trabajar, de pegarte la vida padre, de no
dar un palo al agua, de vivir para comer, dormir, beber, chapotear y divertirte, es lógico que te resistas a renunciar a ese ‘círculo vicioso’, pero de ahí a
padecer ningún problema de salud –ni mental ni físico- me parece que hay un
gran trecho.
¿Cansancio? Natural. Has pasado de levantarte cuando te
despertaba tu vejiga, a ponerte en manos del despertador; de dormir más horas
que un bebé, a volver a las seis escasas; de moverte a cámara lenta, a acelerar
el paso para no llegar tarde. A ver quién es el guapo que no se agota al pasar
de 0 a 100.
¿Irritabilidad? Lógico. Quién quiere estar ocho horas metido
en una oficina bajo luz artificial pudiendo estar al aire libre iluminado por
el sol. Quién quiere someterse a la dictadura de los horarios para todo cuando
ha pasado un mes viviendo en la anarquía.
¿Tristeza? Cómo no… Cuando uno ha conocido el paraíso, se
resiste a regresar al infierno, máxime cuando coincide con una transición estacional tan crítica. Ya lo cantaba Danza Invisible: El fin del verano siempre es triste…
Pero ni estrés, ni síndrome, ni depresión, ni nada de nada. Son reacciones naturales cuando se ha disfrutado de una desconexión demasiado larga. Ese sería el término correcto: exceso de vacaciones.
Quizá es precisamente mi situación de desempleo la que me permite verlo todo tan cristalino. La persona que está laboralmente activa no lo aprecia, simplemente entiende que ha agotado su tiempo de
relax y que debe reincorporarse a la rutina. Está cabreada, de bajón, porque no
valora lo que tiene. Ojalá pudiéramos los parados recuperar esa rutina, con sus
madrugones y sus atascos; aburrirnos del 8 a 3, del jefe pelotudo, del
compañero que se escaquea, de los nervios por los nuevos proyectos, de la llegada del viernes, de los puentes, de las
horas extra no abonadas…
Este síndrome fantasma solo estaría justificado mínimamente
en aquellos a los que no les gusta su trabajo, que no disfrutan con él, que no
se sienten realizados o, en el peor de los casos, que sufren mobbing. En ese
caso les recomendaría que vayan buscando otra ocupación y se atrevan a dar un
cambio a su vida laboral. Y si lo ven difícil y no quieren arriesgarse –hace
mucho frío aquí fuera, doy fe-, les aconsejo que relativicen, que aprendan a
trabajar para vivir y no al contrario, y en los momentos duros, que se limiten
a visualizar su nómina y a pensar en el fin de semana o las próximas
vacaciones. Incluso, si me apuras, que piensen también en los que no tenemos
rutina a la que volver.
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