Comparto todas y cada una de las reivindicaciones que
figuran en el manifiesto 8M #LasPeriodistasParamos,
redactado por las mujeres profesionales de la comunicación de este país para
apoyar la huelga feminista del día de la mujer. Denuncio, como todas mis
colegas, la precariedad, la inseguridad laboral, la brecha salarial, el techo
de cristal, el acoso y los ninguneos a los que comúnmente nos enfrentamos en
este oficio –y en muchos otros- por ser mujeres. Me parece oportuno recordarlo
con motivo de este día y, en general, en cualquier ocasión. He sumado mi firma
a las del resto de periodistas que secundan esta iniciativa espontánea porque
unidas somos más poderosas y porque solo así, haciéndonos oír, reclamando lo
que es justo, lo que merecemos, a fuerza de ser machaconamente pesadas, conseguiremos
cambiar alguna vez las cosas.
Dicho esto, ahora me tildaréis de incongruente –o quizá
equidistante- cuando os anuncie que, sin embargo, yo no voy a hacer huelga. No,
no voy a parar. No voy a sumarme al paro, aunque sobren los motivos y me
parezcan más que justificados. No voy a hacerlo porque nunca he hecho huelga,
al menos de manera voluntaria. Una vez no me quedó más remedio. Trabajaba en la
radio y mi turno comenzaba de madrugada. Ya me habían avisado de que el técnico
de sonido que debía abrirme el micrófono y dar a las teclas para que todo
funcionara haría huelga, por lo que no serviría de nada el madrugón, ni la
labor previa del informativo, ni toda mi buena voluntad. A las seis en punto de
la mañana nadie me dejaría hablar. Me impedirían hacer mi trabajo. Metafóricamente me taparían la boca. Así que decidí ahorrarme el esfuerzo. Por
supuesto no salió nada por ese punto del dial y a mí, como a los demás, me
retiraron de la nómina la parte correspondiente a ese día no trabajado.
El resto de ocasiones en las que se me ha invitado a no
acudir a trabajar para protestar por alguna causa, he rechazado la invitación.
Igual que voy a hacer en esta ocasión. Y no tiene nada que ver con estar
desempleada. Si tuviera un puesto de trabajo al que acudir, actuaría de igual
manera. Ojalá ese día las mujeres puedan decidir libremente si parar o no
parar. En todas las huelgas hay un porcentaje de trabajadores que no actúa en
conciencia, sino que se ve indirectamente obligado a tomar un camino. Los hay
que secundan la huelga para no ser señalados como esquiroles por sus
compañeros. Otros no se atreven a faltar para evitar las posible represalias de
su jefe o simplemente porque no se pueden permitir renunciar a un día de sueldo.
En cualquiera de los dos casos queda un regusto amargo, y más cuando ves que, hagas lo que hagas, alguien se atreverá a cuestionar tu posición. Insisto, yo
nunca hago huelga, pero respeto el derecho de la gente a hacerla. Me pasa como con
los tuits de mal gusto sobre temas delicados como la religión, el terrorismo,
el maltrato… Yo nunca bromearía con ello, pero defenderé siempre la libertad de
expresión y el derecho a cagarla de aquellos que dicen hacer humor con esas
perchas.
Las convocantes de la huelga feminista del 8 de marzo proponen en su argumentario que este sea un paro de cuidados, de consumo, laboral y educativo, para
visibilizar el trabajo de las mujeres, para que se nos eche de menos, para
demostrar que somos la mitad de la ciudadanía y que si nosotras paramos, se
para el mundo. Valoro enormemente que nuestra Constitución contemple el derecho
a la huelga y defiendo que puedan ejercerlo quienes consideren que es la mejor
manera de reclamar sus derechos y conseguir sus pretensiones, pero a mí no me
convence como herramienta reivindicativa. Siempre he preferido manifestarme, negociar,
hacer visible lo invisible, meter ruido, emplear la palabra, estar, pero no
desaparecer.
El 8 de marzo no voy a dejar de seguir mi rutina diaria,
aunque entiendo que ese día se pueda ver alterada porque las demás mujeres de
mi entorno no compartan mi punto de vista. Por ejemplo, no tendré clase de
inglés porque mi profesora sí va a parar. Y lo comprendo. Como comprenderé
también que si voy al supermercado solo me encuentre hombres en la línea de cajas.
No me sorprenderá que en el instituto de mis hijos no haya suficientes
profesores de guardia para cubrir las clases de sus compañeras ausentes y que
en los pupitres solo huela a testosterona. Incluso experimentaré una leve
regresión al poner el telediario y ver en pantalla únicamente bustos parlantes
masculinos.
Nos ha costado sangre, sudor y lágrimas llegar aquí. Hace nada ni siquiera teníamos derecho al voto. Casi como quien
dice antes de ayer, la mujer casada
tenía que pedir permiso a su marido para cualquier gestión, desde abrir una
cuenta en un banco hasta firmar un contrato, y la soltera dependía de lo que
decidiera su padre, hasta el punto de no poder abandonar el domicilio familiar
si no era con su consentimiento. Tradicionalmente la mujer trabajaba en la
casa, sirviendo a su familia, o ayudaba en el campo sin ser remunerada. A
principios del siglo XX fueron incorporándose poco a poco en la industria como
mano de obra barata, aunque la presencia femenina se asentó sobre todo en otros
sectores como la educación, el comercio o el servicio doméstico. Os sugiero que
leáis este proyecto sobre la
mujer en el siglo pasado para que las que no tenéis edad o memoria seáis
conscientes de cómo han cambiado las cosas.
Por eso, por lo que nos ha costado llegar, por lo que han
peleado muchas para que ahora haya mujeres en empleos tradicionalmente
considerados de hombres, porque nos hemos ganado a pulso el puesto y el derecho
a trabajar…, por todo ello considero que lo más coherente es no desaparecer de
nuestro puesto de trabajo ese día, sino convertirlo en el mejor lugar desde
donde visibilizarnos y reivindicar todo lo que aún falta por hacer.
Todo esto se lo expliqué a mi hija de 14 años cuando me anunció
que pretendía hacer huelga el 8 de marzo y no asistir a clase. Al principio no
aceptó demasiado bien mi negativa a permitirle las pellas. Ella, que es la más
feminista de 3ºA, iba a ser el hazmerreir de los gallitos de su clase si
terminaba siendo la única chica que no secundaba el paro. Después de analizar
la situación con su padre, decidimos darle libertad para escoger qué hacer.
Incluso tenía previsto advertirle que si elegía parar, no iba a ser para quedarse tirada en casa viendo vídeos de Youtube; debía comprometerse a
acompañarme a alguna de las manifestaciones convocadas para ese día, por
ejemplo a la lectura del manifiesto de las mujeres periodistas, a las 12.30 en
la Plaza de Callao de Madrid. Finalmente, no sé si porque soy más convincente
de lo que creía, mi hija me ha dicho que sí va a ir al instituto a dar caña a
los machistas de su clase. Estoy segura de que a esos pipiolos no se les va a
olvidar lo que se conmemora el día 8 de marzo.
Un par de datos más antes de terminar. El ámbito de las Direcciones
de Comunicación es un ejemplo laboral de equilibrio entre profesionales
hombres y mujeres. En cambio, las cúpulas de los medios de comunicación siguen
estando ocupadas solo por ellos, en cuyas manos masculinas están las decisiones
editoriales. Son ellos los que deciden de qué se habla y de qué no, qué es
noticia y qué es ruido, qué se cubre y qué se silencia. Os invito a echarle un
vistazo a esta reveladora infografía de La
Marea sobre quienes mandan en la prensa española.
Espero que mis colegas periodistas, aquellas afortunadas que
cuentan con un empleo en un medio, aprovechen para insistir en ello, para
contarlo, gritarlo si es necesario, denunciarlo, que le sangren los oídos a
quien le tengan que sangrar y que le escueza a quien le tenga que escocer. Si
yo tuviera un empleo, ese día me hartaría de dar por saco. Os aseguro que eso
deja más poso y huella que una ausencia prevista con su cobertura planificada.
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