Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

domingo, 21 de septiembre de 2025

Libertad sin ira

No sé por dónde empezar. No sé si romper el hielo abordando la cancelación del late show del humorista y presentador estadounidense Jimmy Kimmel. Todo porque se le ocurrió comentar en su programa de la cadena de televisión ABC que "la pandilla de MAGA (los del Make America Great Again, próximos a Donald Trump) se ha dejado la piel intentando retratar a este chaval que mató a Charlie Kirk (en alusión a Tyler Robinson) como si no tuviera nada que ver con ellos, mientras trataban de sacar tajada política del asunto". Lo que dijo ni siquiera es un chiste. Porque del pobre diablo que acabó con la vida del influencer ultraconservador norteamericano, ese famoso activista que argumentaba siguiendo los preceptos de la Biblia, solo se sabe que no milita en la izquierda y, sobre sus motivaciones, lo más que ha declarado es que la víctima “difundía demasiado odio”. Y que quede claro que nadie merece ser asesinado, ni siquiera quien pueda desearme el mal a mí por pensar distinto.

En un país cuyo Gobierno alardea de defender la libertad de expresión, su presidente ha celebrado la suspensión del programa por -dice- su baja audiencia. Aunque las cifras de espectadores a quien podrían preocupar es a Disney, dueño de la cadena, no a Donald Trump al que, en todo caso, no debería inquietarle lo que se diga en ese programa si, como comenta, realmente no lo ve ni el tato. Ya ha deslizado el mandatario estadounidense los nombres de otros presentadores de late show que deberían seguir el mismo camino, señalando a quien le molesta para que la opinión pública solo pueda nutrirse de quien piensa como él. Así de triste está el panorama.

En otra tierra de libertad, en Madrid, andamos enfrascados ahora en discutir si lo de Gaza es o no un genocidio

Foto compartida por Más Madrid del paso de uno de los coches de La Vuelta por el edificio de los grupos municipales del Ayuntamiento de Madrid con pancartas contra el genocidio en Gaza.

Sinceramente, no creo que en este momento haya que perder el tiempo en etiquetar la barbarie que el Gobierno de Benjamin Netanyahu está perpetrando a orillas del Mediterráneo. No concibo que haya alguien que discuta la realidad: el ejército israelí no tiene un plan para localizar a los terroristas de Hamas, hacerles pagar por los ataques del 7 de octubre de 2023 y rescatar a los secuestrados supervivientes. No. Eso quizá fuera al principio. Ahora en lo que está centrado es en otra cosa y no quiere testigos, si no permitiría el acceso de periodistas internacionales a la zona y no marcaría como objetivo a la prensa local, con la esperanza de que fuera no se sepa lo que está ocurriendo. Pero, en un mundo global e hiperconectado es complicado mantener oculta una operación que pasa por exterminar familias enteras de palestinos a base de bombas, hambruna, tiros de francotiradores cuando van a recoger la poca ayuda humanitaria que permite entrar y agotamiento en medio de un éxodo forzoso. El plan se completa con la destrucción de todos los edificios para dejar arrasada la franja y convertirla en un solar sobre el que levantar futuros resorts de lujo cuya explotación se repartirán a pachas con EEUU. Y no es ciencia ficción. Ellos mismos lo han confesado sin rubor.


Por eso, me siento un poco ‘gentuza’, como ha calificado el secretario general del PP en Madrid, Alfonso Serrano, a quienes boicotearon la etapa final de la Vuelta por la participación de un equipo costeado directamente por dinero de Israel procedente de bolsillos que justifican la masacre. La mayoría protestaron de forma pacífica frente a una reducida minoría que recurrió al vandalismo. Creo que hubiera bastado con llenar de banderas palestinas y pancartas el recorrido de la etapa por Madrid para que lo captaran las cámaras y lo viera todo el mundo, aunque no discuto que el impacto de reventar el evento ha tenido mayor repercusión.

La polarización en la que vivimos inmersos encuentra un perfecto caldo de cultivo en estos asuntos provocando debates con encendidas discusiones, algunas terroríficas. El resultado es que cada flanco ataca al que piensa diferente y trata de cancelarle. El propio exciclista Pedro Delgado compartió su postura crítica con las protestas. “Estos son grupos antisistema que les da lo mismo lo que pase en Gaza. Quieren violencia, bronca. No quieren proclamarse por esa paz ni buscar que el genocidio acabe. Quieren lío aquí, y me parece fatal que algunos partidos apoyen este tipo de manifestación violenta”, dijo. Sus palabras despertaron una corriente en contra de su continuidad como comentarista del ciclismo en RTVE, lo que me recuerda el caso de Jimmy Kimmel, salvando las distancias. Me gustaría pensar que vivo en un país donde a un experto en ciclismo se le contrata por sus conocimientos acerca de ese deporte y no por sus ideas de geopolítica, sean más o menos acertadas. A ver si vamos a reivindicar la libertad de expresión solo para los nuestros y la mordaza para el resto. Deberíamos empezar por educar el oído y ser capaces de escuchar planteamientos de los otros, aunque consideremos que están equivocados o son poco acertados. Reivindiquemos ese clásico que era la libertad sin ira.

En cualquier caso, el resultado, la suspensión del final de la etapa, incluido el fiasco de la entrega de premios, es incomparable con lo que se está viviendo en Gaza. Por eso me parece una broma que haya quien trate de victimizar a Jonas Vingegaard. Solo se vio privado de su momento podio, pero se embolsó sus merecidos 150.000 euros por ganar la Vuelta. En Palestina, sin embargo, la mayor gesta es mantenerse vivo. 

No se entiende que poco después de que Rusia invadiera Ucrania, los deportistas rusos quedaran apartados de todas las competiciones deportivas y que ahora no ocurra lo mismo con los representantes de Israel cuando el Gobierno de ese país ha hecho saltar por los aires el orden mundial y se está pasando por el forro los derechos humanos. Quien ahora argumenta que los deportistas de Israel no tienen la culpa de las atrocidades de su Gobierno, por coherencia, debería haber dicho lo mismo cuando prohibieron la participación a los rusos. No tendrán la culpa, pero los niños que mueren cada día en ese infierno tampoco, y creo que, entre quedarse sin competir o morirse, claramente los segundos salen perdiendo.

Quizá a algunos se les olvida que los presidentes de ambos países, Netanyahu y Putin, comparten el dudoso honor de haber sido señalados por la Corte Penal Internacional que ha ordenado su arresto por crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Pues, a pesar de todo ello, de manera incomprensible, hay quien todavía defiende al primer ministro de Israel alegando que solo responde a la salvajada terrorista de Hamás, aquel ataque sorpresa en el sur de Israel que acabó con la muerte de más de 1.400 personas y el secuestro de 200 rehenes. Con la excusa de eliminar al grupo terrorista, ya han asesinado hasta septiembre a más de 67 000 personas, entre ellas casi 19.500 niños, unos 1.600 sanitarios, más de 300 trabajadores de Naciones Unidas y más de 250 periodistas. Y sé que las comparaciones son odiosas, pero el desequilibrio en los 'daños colaterales' de ambos ataques es evidente.


De modo que cualquier paso, gesto o iniciativa que ponga en el foco esta barbarie y que sirva para pararla debe ser bienvenida, desde el reconocimiento de Palestina como Estado hasta el plante a Eurovisión. Aunque en este caso lo que lamento es que los Big Five, (Alemania, Francia, Italia, Reino Unido y España), los cinco países que más aportan económicamente a la Unión Europea de Radiodifusión (UER), organizadora del festival, no se hayan coordinado para tomar una decisión valiente: presionar para suspender la participación de Israel, como también se hizo con Rusia. Debe ser que la cosa es más complicada de lo que en principio parece desde fuera. O quizá, como diría H.L. Mencken, “para cada problema complejo existe una solución simple, clara y equivocada”.

domingo, 20 de julio de 2025

Una comida de aniversario en Sagasti Las Rozas para no olvidar

Llevaba mucho tiempo sin alimentar este blog y por fin he encontrado la excusa perfecta para reaparecer por aquí. Resulta que acabo de cumplir 24 años casada con la misma persona, un logro que tiene mucho mérito hoy en día y más tratándose de una familia poco modélica y un matrimonio un tanto turbulento. El caso es que nos merecíamos una comida en un buen restaurante para celebrarlo. Así que elegimos Sagasti, un vasco en el centro de ocio Heron City de Las Rozas.

Nada más sentarnos y abrir la carta, nos encontramos con un asterisco a pie de página que advertía de que se servía por defecto un aperitivo y pan por un importe de 2,50 euros por persona, un servicio al que debíamos renunciar si no lo deseábamos avisando antes de comenzar la experiencia culinaria. Como el aperitivo eran chistorras aceitosas, que me sientan fatal, y el pan ni a mí me interesa ni mi acompañante puede tomarlo por su intolerancia al gluten, avisamos al camarero de que no queríamos que nos lo sirvieran.

Todo parecía ir bien hasta que otro empleado nos trajo a la mesa una cesta con pan y un plato con chistorras, a pesar de nuestra advertencia. Pensamos que quizá este otro camarero desconocía nuestros deseos así que le explicamos que ya habíamos avisado a su compañero de que no estábamos interesados en ese servicio y que se lo llevara. Pero el tipo en cuestión nos replicó que, aunque no lo quisiéramos, igualmente nos cobrarían 2,50 euros por cabeza por el mantel. Sí, el mantel, habéis leído bien.

A mí la contestación me pareció tan surrealista que traté de razonar con él haciéndole ver que, primero, habíamos seguido las instrucciones de la carta avisando con antelación. Segundo, no me podía cobrar por algo que no había pedido porque, además, no podía consumir. Y tercero, que a un negocio como un restaurante, lo mínimo que se le exigía de serie era un mantel, cubertería, vajilla y cristalería. Pero el caballero en cuestión me dio a entender que estaba discutiendo con el otro comensal, que casualmente era un hombre, y que parecía ser un interlocutor más válido que yo, así que podía abstenerme de intervenir. Ha sido la primera vez en mi vida que me he sentido ninguneada por ser mujer. Inmediatamente le indiqué que quería hablar con el responsable del restaurante, a lo que él contestó muy ufano que era él. Resultó que era el jefe de sala.

Sospechamos que los camareros deben estar entrenados para que, cuando llegan parejas como la nuestra, que hace peligrar esos cinco miserables euros, se le avise para que entre en acción y presione hasta minar la moral de los clientes. A saber cuánta gente no interesada en ese servicio desiste de pelear para que no se lo cobren cuando en el establecimiento son tan insistentes.

Pronto descubrí que, en todo caso, mi estrategia, la de razonar con el jefe de sala, era totalmente inútil frente a la de mi compañero de mesa, que había optado por aludir a la legislación para tachar esa práctica de ilegal y se había tirado un órdago invitándole a llamar a la Policía para aclarar la situación. Finalmente, nuestro camarero se llevó el aperitivo y el pan de la discordia y el jefe de sala machirulo le aseguró a mi acompañante -no a mí, para él yo no existía- que le haría el favor de no cobrarle el servicio.

He estado revisando la normativa de consumo al respecto y, efectivamente, cobrar por el pan en restaurantes y bares de nuestro país es legal siempre que se informe claramente sobre su coste en la carta o el menú. En caso de que el cliente no lo quiera, tiene derecho a rechazarlo y no se le debe cobrar, que es justo lo que nosotros argumentábamos.

Sagasti no es el primer y único restaurante que pretende cobrar por poner mantel en la mesa. Facua-Consumidores en Acción ha detectado este cobro disparatado y abusivo en concepto de “servicio de lavandería” en algunos bares y restaurantes, según han denunciado clientes. “Se trata de una práctica tan ilegal y absurda como que cobraran un extra por limpiar la mesa, por que los vasos no estuviesen sucios o por el afilado de los cuchillos”, advertía en su momento el portavoz de la asociación, Rubén Sánchez. “Lamentablemente, en el sector de la hostelería hay establecimientos que cometen una larga lista de abusos ante los que los usuarios deben estar en guardia, denunciar y, por supuesto, negarse a abonar conceptos que supongan una vulneración de la legislación”, aconsejaba.

También desde la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) remarcan que el cobro por el servicio de mesa o el cubierto es ilegal, ya que se considera implícito dentro del servicio de hostelería ofrecido por el establecimiento, cobrarlo por separado no se ajustaría a las normativas de consumo.

Recuerdo otra vez que nos la intentaron meter doblada y en aquella ocasión lo consiguieron. Era un bar-marisquería en el Soho de Las Rozas y argumentaron que el extra era en concepto de cubiertos. Cuando salí de allí me prometí que la próxima vez llevaría mi propio tenedor para ver qué se inventaban para cobrarme como extra. No he podido averiguarlo porque no he vuelto. En aquella ocasión, los platos y raciones no eran excesivamente caros, más bien estaban a precio de mercado. En esta experiencia inolvidable, lo más sangrante es que en el precio de los platos ya puede ir incluido ese sobreprecio. O si no, que alguien me explique si este plato de pulpo a la brasa, con nueve trozos de cefalópodo y cuatro rodajas de patata, puede valer 24,50 euros.





domingo, 15 de junio de 2025

Vivir para olvidar

Imagina olvidar todo a los cinco minutos de vivirlo. 

Imagina disfrutar de un banquete con estrellas Michelín y a los cinco minutos no recordar esa orgía de sabores. 

Imagina que te alertan sobre un peligro y a los cinco minutos nada, ni siquiera tu instinto de supervivencia, te conduce a tomar precauciones. 

Imagina no saber que te has duchado, aunque notes el pelo mojado. 

Imagina haber pasado por un hospital tras una caída y cinco minutos después del alta ignorar de dónde vienes y lo que ha pasado. 

Imagina enamorarte y a los cinco minutos olvidar esas mariposas en el estómago. 

Imagina enfadarte con alguien que te ha herido y a los cinco minutos ser incapaz de sentir nada de rencor. 

Imagina despertar cada día sin tener claro dónde estás. 

Imagina no poder terminar nunca un libro porque cuando acabas el primer capítulo ya no recuerdas cómo empezaba. 

Imagina no retener en tu mente nada de lo que escuchas o te dicen, no atesorar ninguna experiencia, ya sea agradable o traumática, no guardar un solo recuerdo más.

Mi madre no tiene que imaginarlo. Lo vive. Nadie ha emitido un diagnóstico que ponga nombre a su dolencia, salvo el manido “deterioro cognitivo” que todo el mundo asocia con sus 90 años. Pero los ratos que comparto con ella me dan la pista sobre ese borrado mental a corto plazo que la tiene sumida en el desconcierto y que coincide con lo que sufre el personaje de Marcela en el libro de Claudia Piñeiro 'Catedrales' y lo que el ‘doctor chat gpt’ define como amnesia anterógrada: “un tipo de amnesia en la que la persona no puede formar nuevos recuerdos después del evento que causó la amnesia. La memoria a corto plazo puede estar parcialmente conservada, pero la información no se consolida en la memoria a largo plazo. Las personas pueden recordar su pasado, pero tienen dificultades para recordar lo que acaban de hacer o decir hace unos minutos”. Exactamente como ella. Un estado que yo, sin tener ni puta idea, achaco a alguno de los varios golpes en la cabeza que ha sufrido tras caerse en varias ocasiones en el último año y medio.

Por mucho que trato de meterme en su piel, no llego a hacerme una idea de cómo se puede gestionar algo así. En ocasiones sus circuitos cerebrales parecen reconectar y verbaliza lo que está viviendo. “Me desaparecen los pensamientos”, me dijo un día. Sin embargo, la mayor parte del tiempo en su mente impera una desconexión que le hace farfullar, expresarse con las palabras incorrectas o dejar de hablar en medio de una frase porque el olvido la ha dejado sin saber qué quería decir. Noto que eso la hunde. Entonces solo me sale abrazarla y tratar de restarle importancia. Después, creo ver en su mirada vidriosa que recuerda quién soy y que no ha olvidado que me quiere.

sábado, 29 de marzo de 2025

Cuando el hospital te cura pero te condena

En cuatro meses he vivido el ingreso en un hospital de dos personas mayores muy cercanas a mí y en ambos casos he llegado a la conclusión de que los centros sanitarios deberían revisar el protocolo que siguen con los pacientes ancianos.

Antes de entrar al hospital, esas dos personas caminaban, eran capaces de seguir una conversación e iban solas al baño cuando sentían la necesidad. Sin embargo, durante el tiempo que estuvieron ingresadas, una por una operación para extirpar un cáncer en una encía y la otra por molestias y confusión tras una caída sin aparentes mayores consecuencias, se les limitaron los movimientos, se les impuso hacer sus necesidades en un pañal para no salir de la cama y se les suministraron fármacos tan potentes para descansar que las dejaban KO hasta la tarde del día siguiente.

El resultado fue que ambas desarrollaron un síndrome confusional con delirios y agitación y perdieron masa muscular, con los consiguientes problemas de movilidad posteriores que las han condenado a una a sufrir doble incontinencia y a la otra a llevar protección ante la posibilidad de que no llegue a tiempo la ayuda para trasladarla al baño en su silla de ruedas. Sí, los médicos curaron su dolencia, pero su estancia en el hospital aceleró su deterioro hasta hacer casi imposible devolverlas a su estado anterior.



Una sociedad cuyo sistema de atención a la dependencia está prácticamente colapsado, con listas de espera que se multiplican, no puede permitirse ampliarlas aún más por la manera en que se aborda la recuperación en un hospital de los pacientes de edad avanzada.

Cuando asistes a episodios como estos te da por pensar que quizá el sistema sigue el orden natural de las cosas y, sin ser conscientes, todos seamos piezas de ese endiablado engranaje. Quizá en esta sociedad envejecida, la manera de contrarrestar ese aumento de personas que consumen pero no aportan es ir equilibrando la balanza a base de protocolos que las van apagando poco a poco. Porque imagino que si yo dejara de tener autonomía, de ser capaz de controlar mi propia vida, y notara que mi cabeza ya no rige como antes, sería inevitable que me invadiera la tristeza y me diera igual morirme.

domingo, 2 de marzo de 2025

A la mierda la diplomacia

Las reuniones de mandatarios al más alto nivel tienen sus tiras y aflojas, mucho más si el tema a tratar es delicado. Pero los trapos sucios se ventilan en privado, en la intimidad de un despacho sin cámaras. Luego, en la rueda de prensa posterior, se explica a los medios de comunicación el resultado de la negociación de manera diplomática, sin hacerse sangre, como marca el orden mundial.

Por eso a la mayoría nos impresiona tanto el espectáculo que ofrecían recientemente Donald Trump y J.D.Vance frente a Volodímir Zelensky delante de los periodistas en pleno despacho oval. Lo que iba a ser un encuentro para negociar sobre las llamadas tierras raras de Ucrania terminó con reproches, acusaciones y malos modos contra el presidente del país invadido por Rusia, sin importarles que hubiera testigos. Quizá precisamente por eso, porque el hecho iba a trascender, se vinieron tan arriba, para escenificar quien manda y cómo se van a hacer las cosas a partir de ahora.


Con ese simple episodio, el presidente y el vicepresidente de los EEUU mandaron a la mierda siglos de diplomacia y protocolo. Vamos a ir teniendo que asumir que es lo que podemos esperar del nuevo mandato Trump. Las reglas del juego que han marcado las relaciones internacionales durante siglos no van con él. Ha venido a desestabilizar y eso pasa por romper reglas establecidas y hacer lo que le apetezca o se le ocurra.

Un ejemplo es el propio comentario con el que recibió al presidente Zelenski en su llegada a la Casa Blanca. "Te veo bien, te has arreglado hoy", le soltó, para añadir mirando a los periodistas: "Se ha vestido para la ocasión". Dirigirle un comentario sobre su atuendo a otro mandatario, más cuando viene de un país en guerra, no parece lo más apropiado ni lo más ajustado al protocolo. Pero a Trump se la suda.

Por si no fuera suficiente humillación, un periodista de la corte ‘trumpista’ decidió que era buena idea preguntarle a Zelenski delante de todo el mundo sobre su indumentaria. "¿Por qué no lleva traje? Está al más alto nivel, en la oficina de este país y rechaza llevar un traje. ¿Tiene un traje?", remarcaba Brian Glenn, de la cadena ultraderechista 'Real America's Voice'.

"¿Algún problema?", le replicaba el ucraniano, a lo que el agitador le respondía: "Muchos estadounidenses tienen problemas con que usted no respete el Despacho Oval”. El presidente ucraniano zanjó la cuestión asegurando "Llevaré un traje cuando acabe esta guerra, quizá uno como el suyo, quizá algo mejor, no lo sé, ya veremos. Quizá algo más barato, gracias".

He intentado encontrar algún momento en el que este periodista interrogara sobre su modo de vestir al magnate Elon Musk, a quien ha puesto al frente del nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental y que se pasea por el despacho oval no precisamente con traje, sino con camiseta y gorra.

Junto con esa nueva estirpe de políticos, que vienen a conquistar el mundo saltándose reglas del juego, normas de convivencias, diplomacia, cortesía y mínima educación, están los que se hacen llamar periodistas pero son más bien activistas agitadores que presumen de lo mismo. Hablan el lenguaje tabernario de las redes sociales, se alimentan del público rabioso que las frecuenta, difunden bulos que luego no desmienten y se distinguen de los verdaderos periodistas en que son más impertinentes, tendenciosos y solo disparan en una dirección. Quizá me equivoque, pero no recuerdo que Vito Quiles haya acosado a Carlos Mazón para preguntarle sobre el 'Ventorrillo' el día de las riadas. En cambio, nos tiene aburridos de reventar ruedas de prensa en el Congreso y perseguir por la carrera de San Jerónimo a líderes políticos de la izquierda como si fuera un reportero de agencia del corazón o del programa irreverente y desenfadado Caiga Quien Caiga.

El periodista político también se rige por unos códigos de conducta. Más allá de hacer preguntas atinadas, interroga en todas las direcciones para cumplir con su obligación deontológica de ofrecer una información veraz, aportando contexto y todos los puntos de vista, sin perder nunca la compostura. Tiene mucho más mérito hacer que sea el entrevistado quien se ponga en evidencia ante una pregunta inteligente que darle la escusa de escapar espantado por una provocación manifiesta.

La semana pasada, la Asociación de Periodistas Parlamentarios (APP) convocaba una concentración a las puertas del Congreso de los Diputados para defender su trabajo frente a los comportamientos ‘cansinos’ de Vito Quiles o Bertrand Ndongo. La gota que ha colmado el vaso tiene que ver con este último. El activista político de Vox, que también juega a ‘informador’, compartió en sus redes un video de una periodista de La Sexta con la frase "Quédense con su cara, es una sinvergüenza sin escrúpulos". En la imagen se la escuchaba pedir a su cámara que no grabara las preguntas de Vito Quiles en el Congreso.

No es el primer encontronazo del periodismo ‘serio’ con este nuevo ‘seudoperiodismo’ activista, pero este señalamiento ha traspasado todos los límites. La APP argumentaba que estos agitadores "se presentan como víctimas de un acoso generalizado cuando son ellas las que provocan, insultan, amenazan a periodistas y publican sus fotografías en las redes sociales, y no respetan en el Congreso las normas deontológicas y democráticas que desde siempre aceptan todas las y los periodistas”. Actúan lo mismo que la mano que les da de comer, esos que desde los despachos mandan a la mierda la diplomacia esperando provocar con ello el desorden mundial.

martes, 4 de febrero de 2025

Cuando el diminutivo no suaviza el golpe

Hace unas semanas fui a mi médica de familia para consultarle sobre unos chasquidos que suenan en mi columna cuando me doblo y un dolor lumbar que me despierta en medio de la noche y va desapareciendo al levantarme y reanudar la actividad física. Nada más describirle los síntomas, sin necesidad de hacerme prueba alguna ni recomendar ningún análisis, emitió un diagnóstico claro y contundente: “Estás viejita”, me dijo.


En aquel momento pensé que, si lo que pretendía empleando el diminutivo era suavizar el golpe, no lo había conseguido. Y caí en la cuenta de todas las veces que usamos diminutivos para restarle importancia a una situación. Para engañarnos o engañar sobre la gravedad de algo. Pensando que así somos más diplomáticos y vamos a resultar menos impertinentes. Pero ya os digo que nada de esto funciona.

Si a un chaval que mide 1,50 le dices que es ‘bajito’ le va a fastidiar lo mismo que si le llamas enano. Si a una chica con sobrepeso le dices que está un poco ‘gordita’, ten por seguro que la vas a hundir en la miseria igual que si la calificaras de ballena. Denominar ‘arruguitas’ a los pliegues de la piel o ‘barriguita’ a un vientre prominente de cualquiera que no seas tú es un atrevimiento innecesario que a ti no te va a reportar nada más que la antipatía de la diana de tus comentarios y a ella le va a hacer pasar un mal rato. De modo que deberíamos evitar juzgar o verbalizar nuestras opiniones sobre el físico de los demás, sea o no con diminutivos.

Hay otros muchos ejemplos de ‘ito-ita’ que empleamos de manera habitual para normalizar hábitos poco saludables, aunque la realidad es tozuda. Puede que cuando vamos a tomar unas ‘cañitas’ o un ‘vinito’, no queramos pensar en que estamos enchufándole tóxicos a nuestro organismo. Pedir unas ‘patatitas’ de aperitivo o un ‘heladito’ de postre no enmascarará los efectos negativos para la salud de estos productos como alimentos procesados. Podremos darle unas caladas a un ‘porrito’, pero el diminutivo no borrará el hecho de que estamos consumiendo droga. Como el ‘piquito’ de Luis Rubiales a Jennifer Hermoso fue un beso no consentido, por mucho que él siga pensando que no tuvo ninguna importancia.