Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Una campaña demasiado arriesgada

Cuando un publicista gesta una campaña publicitaria, su principal deseo es que impacte, que permanezca el mayor tiempo posible en la retina de la gente, que se hable de ella y, por supuesto, que despierte en el público el deseo de consumir ese producto o le sensibilice favorablemente frente a lo que se anuncia. Así que la responsable de la campaña impulsada por el Ayuntamiento de Zamora con motivo del Día para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres puede sentirse satisfecha por haber conseguido el primer objetivo: que se hable de su trabajo, aunque en muchos casos sea para cuestionar su estrategia. Los profesionales que se dedican a la publicidad están acostumbrados a caminar por el alambre, son auténticos equilibristas que arriesgan y, en ocasiones, cuando el tema es demasiado delicado, pueden dar un traspiés. Y eso es, en mi modesta opinión, lo que ha sucedido en este caso. Imagino que sabéis a lo que me refiero, pero por si acaso refresco el tema. 

La campaña en cuestión utiliza chistes machistas de lo más viejuno para recalcar que la violencia contra las mujeres no es un chiste. Es decir, han decorado la ciudad con carteles en los que se pueden leer, escritas con tipografía de gran tamaño y en negrita, frases lapidarias como, por citar un solo ejemplo, “¿En qué se parecen las mujeres a las pelotas de frontón? En que cuanto más fuerte les pegas antes vuelven”. El cartel se completa con la leyenda “La violencia hacia las mujeres no es un chiste, no seas cómplice”, pero el tamaño de la letra ya es inferior y solo resalta la parte que señala “no es un chiste”. Entiendo el propósito de la campaña, incluso aplaudo la idea, pero creo que sus responsables, comenzando por la agencia y terminando por el propio cliente que la ha contratado, el Consistorio zamorano, han fallado en la manera de plantearla. Les ha perdido el enfoque.

Desde el Ayuntamiento insisten en que es una "campaña educativa que busca un impacto necesario para despertar conciencias y que con los chistes denuncian actitudes que están normalizadas y parecen inocuas, pero que hacen mucho daño". Me temo que no comparto lo de que intercambiar chistes machistas está normalizado. Y menos entre los más jóvenes. Cuando comentaba este asunto con mis hijos de 12 y 14 años, me di cuenta de que no conocían ninguno de esos chistes, ni les sonaban, no son bromas que utilicen los chavales de hoy en día de manera común. Es más, les chirriaban bastante y, por supuesto, no les veían la gracia.

¿Qué quiero decir con esto? Pues que casi habíamos logrado por fin desterrar ese tipo de humor cruel, negro y casposo de las tertulias y sobremesas en esta nueva sociedad del siglo XXI. Pero gracias a estos lumbreras, habrá adolescentes y jóvenes que, a fuerza de pasar cada día al lado de esos carteles o verlos a través de internet, irán incorporando a su vocabulario unos cuantos chascarrillos rancios que podrán soltarles a sus compañeras de clase en cualquier momento si se tercia. Luego nos echamos las manos a la cabeza cuando se difunden estudios que aseguran que uno de cada cuatro jóvenes ve “normal” la violencia de género en la pareja. Pues qué queréis que os diga, quizá esta campaña no sea la mejor manera de reducir esa cifra e invertir la tendencia.

El uso es el que da la vida a un idioma y a las palabras. Ya casi nadie emplea las expresiones retrete, orate, bellaco, refajo o soponcio, así que poco a poco, con el tiempo, esas palabras en vías de extinción seguirán en el diccionario de la RAE, pero brillarán por su ausencia en las conversaciones de la gente. Así que si no difundimos, ni compartimos, ni utilizamos como reclamo ese tipo de bromas, con un poco de suerte un día nadie echará mano de ellos para hacerse el gracioso.

Tenía la impresión de que en España habíamos superado ya lo del chiste breve sexista; que poco a poco, a fuerza de denunciar, estábamos acabando también con los micromachismos; que solo quedaba ya un puñado de usuarios cavernícolas anónimos en Forocoches y Twitter, y que afortunadamente los íbamos neutralizando a base de combatirles mediante el sentido común.

Ahora esta campaña ha rescatado la España más sórdida y cateta, aunque sea con el más loable de los propósitos. Lo siento, pero en este caso el fin no justifica los medios. Eso sí, hay que felicitar a la Agencia Touché por convertirla en viral, pero tengo serias dudas de que el resultado consiga precisamente lo que se propone, sensibilizar a la población sobre la necesidad de acabar de una vez por todas con la violencia contra las mujeres.

Nota: Dos días después de escribir este post, coincidiendo con el Día para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, el Ayuntamiento de Zamora decidió cambiar los carteles de su campaña.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Que levante la mano quien no haya criticado nunca al jefe a sus espaldas

Me sorprende que la gente esté disfrutando tanto con las conversaciones entre Eduardo Zaplana e Ignacio González, intervenidas por la UCO de la Guardia Civil en el marco de la Operación Lezo y que ahora se han difundido. Sobre todo con esas en las que mencionan con llamativos adjetivos a algunos responsables del partido a los que todos pensábamos que les unían fuertes lazos. Por resumir, para los que no las hayáis escuchado, en estas grabaciones ambos políticos, ya alejados de la primera línea y sin cargos públicos de responsabilidad, se despachan a gusto hablando de Esperanza Aguirre y Mariano Rajoy, entre otros. Los diálogos fueron grabados a principios de este año, evidentemente sin el conocimiento de los protagonistas, así que se les oye charlando muy naturales, nada encorsetados ni formales, con lenguaje llano y algún que otro taco, igual que hablamos vosotros y yo. De esta manera se pueden escuchar algunas perlas como que “Rajoy es un hijo de puta del que no te puedes fiar” o “A Aguirre todo le importa un pito menos ella”.

Qué queréis que os diga. A mí me parece de lo más normal, al menos en este país. ¿Creéis que, en este mismo momento que estáis leyendo, no hay miembros del PSOE, Ciudadanos o Podemos quejándose de los que mandan en su partido con algún compañero de fatigas o con su pareja? Os recuerdo que hace poco más de un año en Ferraz andaban a gorrazos. El partido naranja, eufórico ahora por los sondeos, en los últimos meses ha sufrido un goteo de ciento y pico bajas de concejales en varios Ayuntamientos. Y en cuanto a la breve historia de Podemos, está plagada de conflictos internos. 

Pero la falta de armonía no es algo exclusivo de los partidos, por eso de que está en juego el poder. Fuera de la política, en la vida ‘real’ cotidiana, es algo muy común y consustancial con el ser humano. Por ejemplo, que levante la mano quien no haya hablado mal nunca del jefe o de un compañero a sus espaldas. No conozco ningún entorno laboral tan idílico, a no ser los mundos de Yupi. Que si es un incapaz que ha llegado donde ha llegado por méritos cuestionables. Que si es un trepa de mucho cuidado. Que si ha resultado ser el rey del escaqueo. Que si estoy hasta las narices de cubrirle las espaldas… No me negaréis que son algunos de los argumentos más recurrentes en los lugares de trabajo. O así era hasta que tuve mi última experiencia laboral. 

Por definición el empleado suele echar pestes del jefe, probablemente por envidiar su puesto o más bien su sueldo. En cuanto a la difícil relación con los colegas, en estos ambientes siempre suele colarse algún empleado tóxico que va generando malos rollos y peores vibraciones. Este tipo no es el único peligroso. Hay muchos otros tipos de empleado que también pueden inquietar, tantos como tipos de seres humanos, así que detectarlos a tiempo y saber cómo relacionarse con ellos es vital para mantener la paz laboral y la salud mental. Con este panorama se consideraría un triunfo digno de medalla abstraerse tanto como para no caer en la tentación de criticar al vecino de escritorio, con el que tratas de tener el mínimo contacto porque no le soportas.

Yo también he coincidido laboralmente con gente a la que no tragaba y sobre la que me resultaba imposible destacar nada bueno. Recuerdo un compañero que tenía la costumbre de comer maíz tostado con la boca abierta para matar el hambre a mediodía y se cortaba las uñas de las manos en su escritorio cuando las veía demasiado largas. No sé cuál de las dos prácticas me consumía más. Nunca fui capaz de recriminarle nada, aunque sí comenté con otros compañeros a sus espaldas esas dos insoportables manías. En mi itinerario laboral también me he visto obligada a compartir espacio con colegas cuyo penetrante olor a sudor llegaba a marearme. Tampoco osé alertarles sobre el particular ni aconsejarles un buen desodorante, pero eran habituales los chascarrillos con el resto de compañeros al respecto. Y, cómo no, también me he cruzado en el camino profesional con caraduras, trepas, manipuladores, egoístas, incapaces, traidores, vagos y algún adjetivo más, que en ocasiones me pusieron las cosas difíciles y a los que no llegué a hacer vudú de milagro. Nunca les dije a la cara lo que me provocaban, pero con otros damnificados, en petit comité, me explayaba a gusto.

Imagino que esas personas (a las que incluso se llega a añorar cuando uno esta desempleado) serían conscientes de la antipatía que despertaban en mí, dada mi incapacidad para disimular mis sentimientos o reírles las gracias. Es más, sospecho que la animadversión podría ser mutua. Pero evitar el trato o mantener las distancias no suele ser la reacción habitual. En todos los lugares de trabajo por los que he pasado he visto conflictos y he oído comentarios que no aguantarían la prueba del micrófono oculto, auténticas historias para no dormir que luego se evaporaban cuando coincidían todos los implicados presentes, más dispuestos a abrazarse y darse palmaditas en la espalda que a expresar de frente lo que opinaban los unos de los otros. Inmediatamente después, una vez dispersados, volvían a pitarles a todos los oídos, en especial el izquierdo que, como dice la leyenda urbana, es el que pita cuando a uno lo están poniendo de vuelta y media. 

Lo peor no es que alguien critique a otra persona a sus espaldas; lo realmente patético es que luego a la cara le diga te amo o que se emocione hasta las lágrimas tan solo con citar en público su nombre. 

domingo, 12 de noviembre de 2017

Nos espían por nuestro bien

Hace unos días quedaba por correo electrónico con un colega para encontrarnos después de algún tiempo. En su mensaje me proponía fecha, lugar y hora, a lo que yo le respondí con otro email aceptando la propuesta. Inmediatamente después, para que no se me olvidara, me dispuse a anotarlo en el calendario de mi teléfono móvil. Mi sorpresa fue que, al localizar la fecha en cuestión, en el espacio para la anotación figuraba una sugerencia de recordatorio. ¿Quiere usted anotar la cita con fulanito a las x horas? Mi cuenta de gmail había dado instrucciones previas a mi calendario adivinando mis intenciones. Alguien, aunque sea una máquina, observaba mis conversaciones privadas. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal.


No cabe duda que es un gran avance. La tecnología se anticipa a nosotros para hacernos la vida más cómoda. Ya podemos evitarnos el duro trabajo de teclear un recordatorio, ahora se encarga el móvil. Simplemente tenemos que aceptar y casi darle las gracias. Caminamos hacia un futuro en el que no seremos nosotros quienes pensemos, sino que un dispositivo electrónico estudiará –ya lo hace- nuestro comportamiento cotidiano para adivinar nuestros deseos e invitarnos a satisfacerlos antes incluso de que nuestro cerebro haya mandado el impulso.

Algunos piensan que es fantástico, una revolución, pero a mí a ratos me sigue dando repelús. Además, en mi caso, los algoritmos no funcionan, porque la lógica no suele ser la que guía mi comportamiento a la hora de utilizar internet. De modo que con frecuencia la red me ataca con mensajes a los que nunca accedo porque no me interesan.

También me inquietan las denuncias planteadas últimamente por varios usuarios de Facebook. Aseguran que esta compañía, a través del micrófono del móvil, espía sus conversaciones de la vida cotidiana, no las producidas durante las habituales llamadas telefónicas, sino con el teléfono en reposo. Uno de ellos demuestra su afirmación en un vídeo donde hace un sencillo experimento. Se coloca al lado de su dispositivo y comienza a hablar con su pareja de comida para gatos, un tema que nunca había formado parte de sus conversaciones. Repiten en varias ocasiones esa palabras mientras el teléfono descansa sobre una mesa a su lado. A los pocos días muestra la pantalla de su teléfono para permitirnos ver cómo han empezado a aparecer anuncios de comida para gatos en su muro de Facebook. Si no lo termináis de creer y tenéis tiempo, haced la prueba.

Sea o no cierto, los propósitos comerciales de esta red social son evidentes. Así que desengañaos, su fin último no es propiciar un espacio en el que comunicarse con familiares y compañeros del colegio o subir fotos llenas de felicidad, sino monitorizar nuestro perfil para saber qué tipo de productos serían los más adecuados para nosotros, de manera que los anunciantes puedan llegar más fácilmente a su público objetivo, tentarnos como potenciales consumidores que somos y generar incluso una necesidad en nosotros que hasta el momento no teníamos.

Otros están más preocupados por el uso que pueda dar la empresa responsable de su robot limpiador a los datos que obtiene este pequeño electrodoméstico cuando recorre la casa tragando pelusas, grabando en su memoria auténticos planos valiosísimos para empresas que comercializan productos conectados para el hogar.

Para seguir ‘emparanoiándoos’ os cuento la última. La semana pasada estuve en un centro comercial en el que había wifi gratis y abierta, algo que celebro cada vez que me sucede, así no gasto mis datos. Se me ocurrió comentarlo en Twitter y un usuario me recomendó que viera una entrevista del programa ‘Salvados’ en la que el hacker Chema Alonso, demostraba lo fácil que les resulta a los piratas informáticos sin escrúpulos  acceder al contenido de nuestro dispositivo y datos privados cuando usamos este tipo de redes.  Y no digo yo que no pueda suceder, pero teniendo en cuenta que lo más que hice mientras me tomaba un café fue ver las noticias y poco más, sospecho que los hipotéticos hackers poco podrían llevarse a la boca conmigo. De todos modos, nunca está de más tomar una serie de precauciones cuando nos conectamos a internet de esta manera. Ya sabéis lo que se dice: Si te dan algo gratis piensa que tú eres el producto.

Así que, igual que en la vida real tomamos mil precauciones, deberíamos hacer lo mismo en la virtual, sobre todo si empleamos redes wifi abiertas: nada de entrar con nuestra contraseña en ninguna página de un banco, ni enviar documentos privados por correo electrónico o aprovechar para comprar una ganga metiendo los datos de nuestra tarjeta. Pero seguro que todo esto ya lo sabíais.  
  

domingo, 5 de noviembre de 2017

El crepúsculo de los dioses


Kevin Spacey siempre me pareció un actor algo inquietante. Quizá deba echarle la culpa a la película 'Seven', que me predispuso a verle como un psicópata enfermo y peligroso. Luego 'American Beauty' me reconcilió un poco con su faceta de pobre diablo y 'Cadena de favores' terminó por convencerme de que debía incluirlo en mi lista de sufridores intérpretes favoritos. Más tarde vinieron muchos otros destacados títulos y la serie 'House of Cards', que definitivamente apuntalaron mi entrega. Por eso me ha dejado helada su comunicado pidiendo disculpas si hace años, estando borracho, había abusado de un joven -parece que ni siquiera lo recuerda-. Y ver que aprovechaba la coyuntura para salir definitivamente del oscuro armario, me ha parado el pulso.

Lo de que quiera vivir su sexualidad como gay la verdad es que me da igual, nunca me había planteado cuáles serían sus gustos en ese campo; pero la manera en que afronta la denuncia de abuso, parapetándose en el alcohol, le ha bajado de mi pedestal de un plumazo. Que conste también que no entiendo por qué la víctima lo denuncia ahora, 31 años después del supuesto abuso, y no ante la justicia, sino en una entrevista en BuzzFeed. Imagino que algo habrá tenido que ver el movimiento #MeToo #YoTambién, surgido a raíz del escandalazo que han supuesto las denuncias contra otro depredador sexual, el afamado productor cinematográfico Harvey Weinstein. Hay una auténtica efervescencia de nuevos casos, tanto de mujeres que se declaran víctimas del productor, como de hombres que sintieron el acoso del actor. Historias terroríficas de personas que han sido toqueteadas, si no forzadas sexualmente, en un ambiente desinhibido, el del showbusiness, donde se asume que todo el mundo alguna vez ha echado una canita al aire, con más o menos ganas, sin darle mayor importancia, y donde parece que impera la ley del silencio. Pero cuando rascas, cuando escuchas a esas víctimas que han estado calladas durante años para evitar represalias, soportando la vergüenza en silencio, incluso en algunos casos la culpa, solo tienes ganas de vomitar y te planteas si detrás de toda esa fábrica de ilusiones, camuflados entre el material del que están hechos los sueños, bajo tan brillante tapadera, se acochinan muchos tipos repugnantes, sin escrúpulos, enfermos, incapaces de vivir su sexualidad de manera sana, respetando a los demás, y dispuestos a utilizar su poder y el atractivo que creen les otorga su posición, para someter a la fuerza a personas que se encuentra en una situación de inferioridad.

Si todo este barullo sirve para atajar futuros casos, no solo en la meca del cine, también en la industria patria, habrá merecido la pena. Ahora bien, en este punto tengo mis dudas sobre si como espectadora cambiará mi manera de ver a Spacey en pantalla. De confirmarse todas y cada una de las acusaciones en su contra y de formalizarse las denuncias en un tribunal, el ser humano que hay bajo el actor me parecería un ser tóxico y despreciable, merecedor de cualquier sentencia que decidan imponerle si es que alguien se atreve a dar el paso de llevarle ante un juez. Pero, a pesar de todo, no puedo dejar de considerarle un intérprete con mayúsculas. Así que no voy a participar en ningún boicot espontáneo que invite a dejar de ver sus películas o series, porque eso supondría renunciar a lo único bueno de su persona, su talento para dar vida a tantos personajes de ficción. Ya he visto que Netflix no piensa como yo, de modo que es probable que esta revelación le pase una cara factura y sea el principio del final de su carrera, su particular crepúsculo de los dioses.

Lo cierto es que este tipo de prácticas no son exclusivas del mundo del artisteo. En el día a día, en la vida cotidiana, en la oficina, en el vecindario, en mayor o menor medida, existen personas trastornadas incapaces de controlar sus impulsos sexuales ni discriminar entre sus deseos y los de los demás, con o sin sustancias de por medio. Las redes sociales están plagadas de testimonios de mujeres que padecen a diario los asaltos inesperados de alguno de estos especímenes. Y termino con un ejemplo patético de esta cruda realidad. Hace unos días una joven en paro bastante angustiada publicaba un anuncio en un portal de servicios y compra-venta de segunda mano por internet, con la esperanza de encontrar de esta manera un empleo. Pues bien, la mayoría de las respuestas que recibió a su anuncio fueron bromas, propuestas indecentes o, lo que es más grave, ofertas reales de hombres dispuestos a contratarla, pero no para ocupar un puesto relacionado con su perfil profesional, sino como pornochachá -bien pagada, eso sí- o acompañante con derecho a roce. Es cierto que quizá la chica no acertó del todo eligiendo ese portal para encontrar trabajo; probablemente en Linkedin no habría recibido ese tipo de feedback. Pero nadie tiene derecho a tratar con tan poca consideración a nadie y nadie tiene por qué aguantar sin desearlo a babosos impresentables como los muchos que habitan este planeta necesitando con urgencia tratamiento específico o aislamiento de por vida. Puede que algunos de esos babosos vivan dos existencias paralelas y cuando no están acosando a mujeres con ordinarieces, se dedican a buscar un remedio contra el cáncer. Aunque, francamente, lo dudo. No lo concibo en alguien con tan poco respeto por el prójimo.

miércoles, 25 de octubre de 2017

Entre el deber y el querer

No importa que el director de TV3 sea independentista. Como tampoco importa que el presidente de RTVE sea votante del partido que gobierna. No pasa nada por serlo. Igual que ocurre con un cronista deportivo al que le toca informar sobre el mismo equipo de fútbol del que es hincha. Es de lo más común. No pasa nada. No está prohibido. De verdad os lo digo.

Claro que no pasa nada por ser independentista y dirigir la tele pública catalana en este convulso momento que atravesamos; pero podría pasar si pierdes la perspectiva, te dejas arrastrar por la pasión, lanzas consignas políticas a los empleados que están a tu cargo, te pasas por el forro no ya el concepto de objetividad, sino el de honestidad periodística y, persiguiendo tu aspiración personal, olvidas el principal sentido del periodismo, su responsabilidad social. Entonces ya sí tendríamos un problema, pero no sería en sí el independentismo, sino tu propia incapacidad para ser un buen profesional de lo tuyo y, en cambio, bordarlo como comisario político.

Claro que no pasa nada por presidir un medio público y compartir las mismas ideas políticas de quienes gobiernan. Pero empezaría a pasar si marcas una línea editorial acorde con esas ideas, arrinconas las de aquellos que no piensan como tú  y silencias lo que crees que puede perjudicar a la mano que te da de comer. Entonces el medio deja de ser público para servir solo a los intereses de unos cuantos. Y ahí sí tendríamos un problema, que no sería estrictamente la ideología del directivo en cuestión, sino su nulo compromiso con los principios básicos del oficio.

Claro que no pasa nada por ser un cronista deportivo que sigue a un equipo de fútbol y a la vez ser socio de ese mismo club, tener en el armario una bufanda con sus colores, que presida tu salón un poster de la plantilla y te sepas de memoria la letra y acordes de su himno. El problema surgiría si durante los partidos, en acto de servicio, te dejas llevar por la pasión, empleas la primera persona del plural para hablar de las victorias del equipo, discutes todas las jugadas que lo perjudican y cuando consigue un título, te exhibes sin pudor embutido en la camiseta oficial, dando botes con lágrimas en los ojos y coreando ‘loroloroloro’. Ahí vendría el problema, que no tendría nada que ver con ser madridista, culé o colchonero, sino con renunciar a ejercer dignamente de periodista deportivo para convertirse en un hincha más. 

Seamos benevolentes. Estas tres clases de periodistas se enfrentan a una gran misión, ser capaces de separar lo personal de lo profesional, o lo que es lo mismo, sobrevivir a la lucha entre el deber y el querer, entre el ángel y el demonio, algo que a veces se antoja complicado. Pero no solo en esta profesión. Porque imaginad dirigiendo una empresa de productos cárnicos a alguien vegetariano, ejerciendo el sacerdocio a quien se siente agnóstico o a un pacifista alistado en el ejército. Difícil, pero no imposible. Quién sabe lo que puede conseguirse con una buena dosis de fuerza de voluntad.