La última discusión entre mis dos hijos ha sido por unas migas de gusanitos. Se echaban en cara que uno había comido más que el otro de la bolsa del aperitivo y viceversa. El tono que utilizaban no podía ser más barriobajero. A un volumen que en decibelios supone infracción penal, se insultaban y llamaban de todo menos guapos. Me he visto obligada a intervenir, a pesar de que mi consigna es que ellos aprendan a solucionar sus conflictos, pero de nada ha servido. Al final he tenido que cortar por lo sano y arrebatarles la bolsa. Cuando he comprobado que solo había migajas, no he podido reprimirme y les he dado un bofetón a cada uno. Hablamos de niños de 10 y 12 años. Ya sé que está mal recurrir a la violencia con menores, que no conduce a nada, que da muy mal ejemplo, que es contraproducente, que no consigue el propósito, bla bla bla, pero asumir que estaban discutiendo y faltándose el respeto por simples migajas de gusanitos, ha podido conmigo. Pelear por comida en una casa donde no falta la comida ya me produce náuseas, pero litigar por unos miserables restos aplastados de un aperitivo... no tiene nombre.
A partir de ahí todo se ha salido de madre. Ha habido un momento en que he llegado a decirles que, visto lo visto, si llegáramos a atravesar problemas económicos y no hubiera dinero en casa nada más que para comprar lo justo –por supuesto bolsas de gusanitos no-, qué es lo que serían capaces de hacer, “¿quizá matar de un navajazo a tu hermano/a para arrebatarle un trozo de chopped?”. Posteriormente he jurado en plan Lo que el viento se llevó -“A Dios pongo por testigo…”- que nunca más volveré a comprarles una bolsita de snacks. Vale, me he pasado. Pero hay situaciones que te hacen perder la paciencia, el sentido común y la perspectiva.
Mis hijos tienen todo lo que quieren, bueno, casi todo. Más bien tienen todo lo que yo les puedo proporcionar y que creo pueden necesitar, incluso más. Pero para ellos no es suficiente. Cuanto más les das, más te exigen. Lo peor es que sospecho que, aunque nunca lo admitirían, sienten que les ha tocado vivir con padres tiranos que les escamotean los caprichos lógicos de la infancia, y envidian en silencio la vida de sus amigos, por ejemplo la de esos que abren la boca para pedir algo y al segundo lo consiguen. O de aquellas que llevan en los pies zapatillas de 100 euros y en la mano un móvil de 600. O, si me apuras, de esos otros cuyos padres les permiten zampar bollería industrial, fritanga y chuches sin medida. Imagino que en ocasiones se preguntan por qué han nacido en esta triste familia y no en cualquiera de esas.
Ya me habían avisado que a cierta edad tus hijos, los mismos que se agarraban de tu mano cuando salíais de paseo, te abrazaban espontáneamente en cualquier momento y te premiaban cada poco con un "te quiero", rechazan caminar por la calle a la misma altura que tú, ya no te dan besos delante de la gente y cada opinión que se te ocurre compartir en público les produce un bochorno de los de “trágame tierra”. Y para mayor repateo, cuestionan tus órdenes y creen más lo que oyen en los corrillos escolares que lo que les cuentas tú, a pesar de ofrecerles un testimonio en primera persona y de primera mano.
Sé que todo esto es pasajero, que si aguanto el tirón de la condenada preadolescencia, con sus correspondientes adolescencia y postadolescencia, llegará el día en que vuelvan, ya convertidos en seres humanos racionales, aquellas tiernas criaturas que un día me idolatraron y que ahora están poseídas por el terrorífico monstruo de la edad. ¡Madre mía! Qué difícil es la maternidad y que poco dotadas estamos algunas para gestionarla.
Pasará!
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