Desde hace más de dos años nado con cierta regularidad, por lo general una vez por semana, durante media hora. Evidentemente no soy Mireia Belmonte, ni por técnica depurada ni por velocidad, pero avanzo a mi ritmo y con mi estilo. Me autoimpuse esta disciplina con la idea de practicar alguna actividad deportiva que complementara mi caminata diaria y no supusiera mucho sufrimiento. Cuando pasas la barrera de los 45 tu puñetero organismo decide ir por su cuenta y, como no te muevas, te conviertes en una masa amorfa de tejido adiposo. De modo que si era capaz de quemar mínimamente los excesos, me bastaba. Además dejaría de ser la apestada que no levantaba la mano en las reuniones cuando surgía la típica pregunta ‘¿Cuántos de aquí practican algún deporte?’.
Bueno, pues más de dos años después de iniciarme en este placentero ejercicio, ya puedo hablar con cierta autoridad de algunas de las sensaciones que se experimentan cuando uno avanza en el agua moviendo brazos y piernas. En concreto me centraré en una de ellas, por ser trasladable a mi situación actual. Hay un momento, cuando practicas la natación en una piscina de 25 metros, que la intensidad inicial deja paso a la fatiga y todo el esfuerzo de los primeros largos comienza a pasarte factura. Tu cuerpo quiere que pares, pero tu cabeza te dice que estás ahí para nadar al menos media hora, así que debes continuar. Ese amago de pájara a mí me sucede a la altura del largo número 13. En ese momento sientes que te pesan piernas y brazos, crees que tus fuerzas se han consumido, tu corazón bombea a tal velocidad la sangre a tu cerebro que presientes que va a reventar alguna de las venas encargadas del riego, te imaginas desmayándote y sumergiéndote al fondo de la piscina sin ser capaz de reaccionar, agarrarte a las corcheras o soltar un grito para alertar al socorrista. Es entonces cuando tienes que decidir si parar y tirar la toalla o seguir. Si superas ese momento crítico, ya eres imparable y puedes completar todos los largos que te apetezcan o te permita el tiempo que tienes reservado para esa actividad.
Pasa lo mismo en muchos momentos de la vida, como por ejemplo el que ahora atravieso yo, el extenuante proceso de la búsqueda de empleo. En este preciso instante yo me encuentro en el largo 13. Agotada de buscar y no encontrar, de postularme a todo tipo de puestos relacionados con lo mío y no recibir ni siquiera una cita para hacerme una entrevista. Arrastrada por la adversidad, que me hunde poco a poco y me impide pensar con claridad. A punto de tirar la toalla y parar, salir de la piscina, secarme y dedicarme a algo que requiera menos esfuerzo, por ejemplo, esperar y no hacer nada. Sé que si aguanto el tirón, luego soportaré lo que me echen y llegaré donde quiera, pero –¡joder!- vaya si cuesta.
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