Es curioso cómo cambia el modo de aprovechar un puente, unas vacaciones o cuatro días de fiesta en función de si uno está desempleado o tiene un trabajo.
Hace solo tres semanas que me reincorporé al mercado laboral y estoy disfrutando esta Semana Santa como si llevara trabajando desde los quince años y el cuerpo me pidiera urgentemente una prejubilación. No es que mi nueva ocupación me haya saturado, qué va, lo estoy pasando bien, las personas de mi entorno se han volcado por hacerme fácil la adaptación, el trabajo es bastante cómodo y prácticamente ya le tengo cogido el tranquillo. Pero cuando uno está en activo -aunque tenga la suerte de dedicarse a lo que más le gusta- los días libres se perciben como un merecido regalo, la obligada desconexión de la oficina, el desahogo que todo empleado debe tener para no volverse loco. En cambio, estando parado, el cuerpo y la mente no comparten esa sensación. Algo parece impedirte disfrutar del ocio, una barrera invisible que te mantiene en un perpetuo estado de búsqueda. Al menos así lo experimenté yo, que vivía todos los días de la misma manera y no lograba distinguir los lunes de los sábados, salvo por la programación televisiva.
Dicen que trabajar perjudica seriamente la salud. Creo que trabajar no es malo, lo malo es tener que trabajar. Sobre todo cuando descubres lo relajado que puedes estar los días que no te toca ir a trabajar.
Esta noche hay que adelantar los relojes. A las dos de la madrugada serán las tres. Nos roban una hora. En realidad estaba de prestado, ya hace unos meses nos la regalaron y ahora tenemos que devolverla. Qué rabia que este cambio coincida con la Semana Santa. Me dejan sin una hora para disfrutar de lo mejor que tiene el trabajo: el tiempo de descanso.
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