Trabajo con las palabras, escribo, trato de contar cosas para informar a la gente. Al estar temporalmente en un gabinete de prensa se supone que lo que cuento es lo que me indican que debe saber el público al que me dirijo y mi relato ha de ser entendido a la primera y sin dificultad por quien lo lee. Con ese objetivo doy vueltas y más vueltas en busca de la frase sencilla, completa, perfecta. Cada párrafo tiene su sentido, el orden de la narración tiene un porqué, al comienzo lo más importante y desde ahí hasta el final el resto de los datos en función de su interés. De esa manera, si no lograra que el receptor leyera completa la noticia, al menos habría conocido lo más importante. Por eso, cuando alguien pide aclaración sobre lo que he escrito, supone para mí un fracaso. Si mi audiencia no ha sido capaz de entender el sentido de lo que he querido decir es que he fallado. No he sabido comunicarme.
Estos días tengo en casa una niña francesa. Se supone que está aprendiendo español y viene para practicarlo en un intercambio escolar. Ahora está aquí con mi hija y en unos quince días será mi hija la que viaje a su país. Las dos son principiantes en las respectivas lenguas ajenas y están tratando de entenderse de todas las maneras posibles. Noto la frustración cuando son incapaces de encontrar las palabras para expresarse y cómo claudican recurriendo al móvil. El traductor de Google echa humo, pero auguro que en un par de días habrán salvado la barrera idiomática. Y ahí es donde quería llegar. Muchas veces es más fácil comunicarse hablando distintos idiomas que utilizando la misma lengua. La clave está en la capacidad de comprensión y en el esfuerzo que se haga por hacerse entender.
Hay ocasiones en que uno de los interlocutores, en sus ansias por entender lo que quiere oír, reinterpreta al otro y traduce los asentimientos y gestos diplomáticos como declaraciones propias para contárselas a un tercero. Entonces la comunicación se convierte en algo parecido a ese juego infantil que llamábamos el teléfono escacharrado. Por ejemplo, la última ronda de contactos con el Rey es uno de esos casos. Esa manía que tienen los líderes políticos llamados a consultas de hacer un resumen de su conversación con el monarca y disfrutar así de su minuto de gloria no sirve más que para sacar titulares de donde no los hay. Analicemos la mecánica de estos encuentros de cortesía: Felipe de Borbón se ve obligado a ir recibiendo uno por uno a los portavoces de cada grupo con representación, les saluda, les da los buenos días, hablan del tiempo y terminan comentando cómo están las cosas. Que levante la mano quien se imagine al Rey diciéndole al señor de Foro Asturias “a ver si es posible que no deis el coñazo mucho a los electores y no gastéis demasiada pasta en la campaña, que no está el país para andar tirando el dinero”. Si fuera su padre el que ocupara el trono todavía tendría cierta credibilidad la escena, pero con el actual monarca me cuesta visualizarlo. Igual que me resulta difícil de creer ese momento del ciudadano Borbón diciéndole al ciudadano Garzón “oye colega, ¿cómo van las cosas con Iglesias? Estoy muy interesado en vuestra confluencia, cuenta, cuenta”.
Ay, la comunicación, ese fenómeno tan complicado…
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