Ayer se me cayó un trozo de jamón serrano rehogado encima del teclado de mi ordenador. Lo cogí rápidamente, antes de que nadie pudiera reparar en la guarrada, y lo devolví al tupper en el que estaba mi comida, unas judías con patatas y jamón, salteadas con aceite y pimentón, que había tenido la delicadeza de prepararme mi marido por la mañana. El caso es que cuando retiré las pruebas de mi torpeza y las oculté con el resto del menú, no fui más allá de pensar que estaba manchando una herramienta de trabajo que no me pertenecía. No me paré a analizar, en cambio, que un montón de bacterias y microorganismos podían estar campando a sus anchas en ese teclado de ordenador ante el que temporalmente estoy sentada cubriendo una baja maternal. A saber qué dedos -y en qué estado- han presionado las teclas y compartido la inmundicia, además de los míos, que tampoco estarán para tirar cohetes.
Lo malo de comer en el trabajo –y sola- es que pueden ocurrir cosas de estas. Otro inconveniente es que no haces una pausa en tus labores para alimentarte, porque al final tiendes a seguir mirando la pantalla mientras ingieres tu almuerzo. Además, si coincide que tus compañeros alargan su jornada y no llevan comida, te da apuro ponerte a devorar delante de ellos y hablarles con la boca llena mientras la salsa se desliza por la comisura de tus labios. Y un engorro más, al menos para mí, es que las posibilidades de optar por una dieta variada se reducen cuando intentas que la oficina no huela a la cocina de un bar o cuando no puedes más que elegir platos fríos porque no quieres andar recorriendo unas instalaciones en las que aún te cuesta orientarte en busca de un microondas.
Hoy llevo una ensalada de pasta con atún y manzana, aderezada con aceite de oliva virgen y sal. Espero ser capaz de que toda la comida acabe directamente en mi boca. Por si acaso, desinfectaré el teclado a conciencia cuando me vaya.
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