Soy una ferviente defensora de la enseñanza pública. Considero
que es posible formar a los críos, sacar lo mejor de ellos y animarles a
desarrollar un pensamiento crítico, sin necesidad de pasar por caja. A pesar de
todo, de vez en cuando he de admitir que los colegios privados -también
algunos concertados- logran niveles de implicación y entusiasmo difíciles de
alcanzar por los centros que reciben mocosos del populacho como los míos.
Mi hija ha empezado este curso la Secundaria. Estudia en un
instituto público, lo que a priori debería significar que su educación no me va
a costar un céntimo, y así es… aunque con matices. En enero el instituto
organizó un viaje a Andorra para esquiar en ese ente abstracto que llaman semana blanca y que en realidad ya no existe pero siguen celebrando. Costaba 450
euros con un pequeño suplemento si el alumno elegía añadir al plan de esquí una
sesión de balneario. Por supuesto era voluntario, los que no quisieran sumarse tendrían
que ir a clase, aunque sin avanzar temario, pero dile tú a un preadolescente que
renuncie a hacer lo mismo que su pandilla y que, mientras los otros se divierten, él pase las horas entre las cuatro paredes de su clase. Yo me arriesgué a
privar a mi hija del “planazo” y no me fue mal. Primer escollo salvado.
Luego el departamento de Francés organizó un intercambio con
un instituto de una localidad próxima a París y ofreció la actividad a los
alumnos que han elegido estudiar ese idioma como optativa. Eran 300 euros,
más alojar una semana en casa a la alumna francesa, en reciprocidad. De nuevo la voz de mi hija retumbó en mis oídos. "Quiero ir, por favor, quiero ir". Pensé que
era mucho más útil que esquiar en Andorra –y menos peligroso a priori- e hice
de tripas corazón, apunté a mi hija que en mayo emprenderá la aventura.
Pues bien, ahora anuncian un nuevo viaje, en esta ocasión a
York, para practicar inglés durante una semana en el mes de junio. El módico
precio, dependiendo del número de niños que se inscriban, es de alrededor de 500
euros sin contar el avión. Sale más caro que el viaje francés porque aquí no
hay que abrir las puertas de tu hogar ni alimentar a nadie. Mi reacción inmediata
nada más saberlo fue negarme en rotundo y, una vez conocidos los detalles, me reafirmo. Pero la presión psicológica de “van todos mis amigos”
pende sobre mi cabeza como una espada de Damocles.
Comprendo y valoro que este centro educativo se esmere en
ofrecer a las familias -que puedan y quieran pagarlo- un amplio y atractivo
catálogo de actividades para enriquecer
la experiencia vital de unas criaturas de 12 años, pero ¿qué van a dejar para
cuando cumplan 15? Barrunto un peligroso nivel de exigencia para entonces y,
por extensión, una buena cosecha de jóvenes insatisfechos. Porque en algún
momento más de una economía familiar tendrá que decir NO y algunos padres
deberán vivir con el cargo de conciencia de pensar que le están arrebatando a
sus hijos la oportunidad de ver mundo.
Sé de algunas familias que han apuntado a sus hijos a todo, lo que supone
soltar durante un solo curso unos 1.200 euros. A lo que habría que añadir los 30 euros por asociarse al AMPA, los otros 90 para actividades educativas
organizadas por el instituto de carácter obligatorio, los 300 o más de libros…
Y seguro que me salía algo más para llegar a redondear a 2.000 euros. Sin
contar, claro, la ropa, el móvil, y cualquier otro elemento adquirido por el
efecto contagio del “culo veo culo quiero”. Si divides la cifra entre 9
meses de clase te da más de 200 euros al mes, cantidad que pagan de mil amores
y sin dudarlo las familias de la zona, pero que yo considero excesiva. Me parece que el centro juega precisamente con eso, con que la renta
per cápita del municipio donde resido es de las más elevada del país. Pero esa,
como todas las medias, es una verdad a eso mismo, a medias.
Te ahorras extraescolares!
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