Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que dije adiós a mi adolescencia el día que murió mi padre. Ni la firma del primer contrato laboral, ni abandonar la soltería, ni hipotecarme con el banco, ni dos partos…, ninguno de estos episodios vitales tan destacados había conseguido convertirme en adulta. Hace hoy justo diez años, al tener que asumir que ya nunca más podría comentar con él los partidos de fútbol o las fluctuaciones de la Bolsa, entendí que la infancia se había terminado. Adiós a las gilipolleces. Desaparecía la figura paterna y me sentía obligada, como siguiente generación, a tomar el testigo que él me dejaba. En una palabra, debía madurar.
Morirse es una putada, para el que sigue viviendo, que queda devastado, y para el que se muere, que pierde la ocasión de asistir como testigo a las cosas de la vida. En esta década, por ejemplo, mi padre se ha perdido mi proceso de envejecimiento. Vale, quizá haya otros acontecimientos con mayor entidad… Pensemos... ¡Ya está! Mi padre no ha llegado a ver un presidente negro en la Casa Blanca, ni a Fidel Castro renunciar a mandar en Cuba. Se fue a mitad de la primera legislatura de Zapatero, sin sospechar que repetiría otros cuatro años, que le sucedería Rajoy y que una década después estaríamos sin gobierno. Que Esperanza Aguirre sobreviviría a un atentado en Bombay, dimitiría como presidenta de la Comunidad de Madrid y volvería a dimitir años después aunque no del todo. Seguro que ni imaginaba una abdicación real y otra papal, ni una infanta en el banquillo, ni el “por qué no te callas” del monarca al difunto Chávez. También se ha ahorrado asistir al nacimiento de Podemos, que entonces no era ni siquiera un proyecto, aunque algo debía estar germinando en la cabeza de su líder, empleado por aquella época en Venezuela.
La muerte de mi padre le ha privado de celebrar las dos Eurocopas y el Mundial de la Selección Española de Fútbol, aunque seguro que habría disfrutado mucho más la Liga, la Copa del Rey, las dos Supercopas de Europa, las dos Copas de la UEFA y la Supercopa de España de su Atlético de Madrid.
Porque él ya no estaba, no pudo lamentar la pérdida de Aragonés, Pavaroti, Fernán Gómez, Umbral, Coll, Newman, Landa, Azcona, Ballesteros o Alvite, por citar algunos. No vivió tampoco la muerte de Osama Bin Laden, ni la primavera árabe, ni el terrorismo del ISIS.
No conoció el Iphone, ni el Whatsapp, ni la Wii, ni Facebook, ni Twitter, ni Youtube -ni por supuesto a los youtubers-, ni el trasplante total de cara, ni la gripe A, ni el ébola. No leyó tampoco la noticia del accidente de Spanair, el del Alvia o el escándalo de las filtraciones de Wikileaks.
Se murió en el mejor año de la historia de la Bolsa, con la mayor revalorización de Europa, un 31,8%, por encima de la cota de los 14.000 puntos. Hoy no hacemos más que hablar de volatilidad y cruzamos los dedos para que el IBEX no baje de los 8.000. Estaría trinando… Tampoco vivió para ver la caída de Lehman Brothers, el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, la crisis económica mundial, el guirigay de las subprime, los preferentistas, la corrupción política, a Rato cayendo de la gloria al fango, de gerente del FMI y director de Bankia a "presunto"...
¡Madre mía! La cantidad de temas de conversación que podíamos haber tenido. Pues eso, que lo de morirse es una tremenda putada... y madurar, también.
Mis más sinceros respetos!!!!
ResponderEliminarMis más sinceros respetos!!!!
ResponderEliminarMadurar es morir. O en el peor de los casos pudrirse lentamente. Tal como lo hacen las manzanas.
ResponderEliminarPudrámonos entonces con humor
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